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José María Pérez Bustero escritor

Salir de la torre a la plaza

En el proceso de muchas ciudades y villas se diferencian dos fases. En la primera, surge una torre y controla las casas que puedan levantarse a su alrededor. Si observamos, por ejemplo, la zona media o ribera de Nafarroa, comprobaremos que, efectivamente, iniciaron su asentamiento como torre o castillo Torralba, Dicastillo, Valtierra, Peralta, Rada, Milagro, Falces... En el proceso posterior el vecindario se emancipa de la torre, y entonces crece como poblado. Peralta, por ejemplo, fue bajando desde la torre, por la ladera, hacia el río Arga, y se hizo población importante cuando se liberó de la primitiva zona defensiva, la pietra alta. Parecidamente se observa en torres y castillos de otras zonas vascas. Hubo, incluso, fortalezas que, ancladas en su entidad defensiva, no llegaron a generar una población. Por ejemplo, Sanchabarqua en las Bardenas, Montjardín frente a la Berrueza, torre de los Mendoza, castillo de Gometxa, torre Martiola en Araba, o lo hicieron de forma muy exigua, como Gorraiz en Eguesibar. Debe añadirse que el desarrollo más pujante tenía lugar cuando se creaba una zona de comercio, una plaza. En Lizarra -la primera población que tuvo fueros en Nafarroa- se hallaba el castillo roquero de Zalatambor, que habían construido aprovechando la fisonomía de la peña sobre la que se alzaba, rodeado por cinco anillos defensivos aterrazados. Pero Lizarra empezó a desarrollarse cuando se convirtió en zona de ferias, y se abrieron las plazas del Mercado y de Santiago.

En política sucede parecidamente con las ideologías y proyectos políticos que surgen en épocas de guerra. Tras un inicio intenso y no articulado, que brota de profundas heridas y emociones en una sociedad, los riesgos llevan a constituirse en torre, castillo o ciudad amurallada, precisamente para no ser destruidos.

Así sucedió con la reacción que emergió en el País Vasco en la década de los 50, y que se convirtió posteriormente en una serie de organizaciones estructuradas y gestionadas desde ese concepto. Si uno se acerca a esa tensión percibe los importantísimos elementos que subyacían en ella, y que han continuado hasta hoy. Impacta en primer lugar la misma autopercepción como torre o castillo, o sea, como lucha y resistencia. Esa identidad tiene el enorme efecto de encauzar y fomentar una gran energía y actividad. Se trata, asimismo, de una dinámica sin maleza cortesana, ya que no es pesebre para egoísmos e hipocresías. Y, por último, posee una claridad meridiana para quienes se apropian de ella. Cada uno sabe a dónde se quiere llegar, es decir, lo lejos y lo alto que se halla el final. No hay un objetivo que se desflora con los primeros logros.

Si observamos, por otra parte, el discurrir cotidiano de miles de personas adosadas de un modo u otro en ese proyecto, puede incluso afirmarse que, a pesar de una fachada de normalidad, una parte de ellos han sentido y sienten su vida como puja entre la vida y la muerte, otros como caminar entre la dureza de no ceder y el profundo sabor de ser fiel a sí mismo y a su tierra, y el resto como un transcurrir abierto a mil escalones de amargura y de alegría. Todo ello vigoriza la conciencia de la propia identidad y posibilitaba la supervivencia del proyecto.

La necesidad de llegar a la fase siguiente, o sea, de no quedar confinados en esa estructuración de lucha y resistencia, empieza a vislumbrarse al cabo de los años, cuando se percibe la necesidad de alcanzar mayor extensión social. La insuficiencia de ser torre que resiste y la urgencia de ser plaza y vecindario. Así sucedió tras los episodios de fracaso en las negociaciones de Argel en los primeros meses del 89. Por ello se formuló, al tiempo, la Alternativa Democrática, que derivaba el protagonismo de los defensores de la torre al vecindario que se hallaba en el exterior. Al Pueblo Vasco. Y en los años y circunstancias siguientes, se regresó una y otra vez a parecidas determinaciones

Sucedía, sin embargo, un hecho sorprendente. Al mismo tiempo que se asumían aquellas nuevas formulaciones y propuestas, punzaba el miedo a perder la certeza de la torre y castillo. Se optaba por esperar a mañana en vez de asumir desde hoy el riesgo de convertir al vecindario y la plaza en sujetos principales del proceso. No era una duda metódica de intelectuales revolviendo sus libros, sino que se trataba de una inseguridad íntima y profunda que deseaba y a la vez temía aquellas expectativas de crecimiento menos tangibles. Esa angustia no sólo ha estado ardiendo en las vísceras de un sector dirigente, sino que recorría la mente de miles de personas adheridas al deseo de autoafirmación como pueblo, pero curtidas en el parámetro de lucha y resistencia.

En estos momentos, sin embargo, ha tomado cuerpo en la sociedad vasca la demanda de abandonar torres, sedes, e intereses de partido, y juntarse en la plaza todos los afectos al país. Es una mezcla de clamor y queja que interpela a todo tipo de dirigentes. La ciudadanía no quiere seguir fragmentada en oñacinos o gamboinos, beamonteses o agramonteses, ni disfruta ya diciendo: yo soy del PNV, yo de EA, yo de AB, yo de Aralar, yo de la ilegalizada Batasuna, de EB, de HamaikaBat, de Alternatiba, de Batzarre, o yo soy socialista como mi padre. Frente a los miedos de unos y la adición al poder de otros, la mayoría vasca expone una voluntad de acción ensamblada. Una tarea enorme, por otra parte, pues en estas décadas nos hemos ignorado y malquerido mucho tanto los proyectos políticos y sociales como las zonas geográficas.

¿Qué logrará esa difícil acumulación de personas y comarcas? El primer resultado impactante será la modificación en el mapa de fuerzas. La segunda consecuencia consistirá en que se podrá ir con firmeza a las puertas del Estado. No para pedir unas conversaciones en unas fechas concretas, entre unas personas determinadas. Para entrar en un pulso y negociación progresiva, avalada y alimentada desde todos los parajes de la ciudadanía. En los intentos precedentes de negociación con el Estado, el pueblo se limitaba a ser un curioso que ni siquiera conseguía atisbar por las ventanas. Por el contrario, desde ahora el pueblo ha de funcionar como protagonista imprescindible de esa negociación y proceso democrático.

Desde luego, una vez que el vecindario se despoje de la actitud de clientes de la torre o veneradores de salones, aportará representantes y voluntades debatidas entre todos. Pero el pueblo seguirá siendo la única garantía y el protagonista de lo que vaya procesándose. ¿Se puede reconocer al pueblo ese rol? Vamos a los hechos. Si miramos las últimas 50 generaciones de vascos, por quedarnos en la historia documentada, el conjunto de individuos no ha conformado una masa yerta. Ha sido sujeto herido y vehemente. Siglo a siglo. Y si observamos la actualidad, la gente-del-pueblo sigue funcionando con parecida dinámica. Ha puesto en marcha con un entusiasmo ciego las ikastolas, ha restituido a la sociedad a los homosexuales, ha abierto con firmeza la paridad de la mujer, está reinsertando a personas con incapacidades, grita por la ecología, cuida a los presos, denuncia las hipocresías del sistema educativo y penal, destapa fraudes y crea representantes que no abandonan la plaza. El vecindario de este país, el pueblo, no es pasivo. Miles de vascos siguen experimentando la existencia como dureza mezclada con el profundo sabor de ser fiel a sí mismo y a su tierra.

De todo ello resulta como verdad clave de la política vasca que el pueblo es el único protagonista fiable de Euskal Herria. Cada vez o época que sus dirigentes lo han retenido como mero espectador y peón, por muy hábiles, honestos o valientes que fueran, hasta los logros derivaban en frustraciones. Y es que el pueblo no debe ser guiado-conducido-manejado-aniñado. Su identidad es ejercer de guía. No está hecho para acatar decisiones, sino para impulsarlas.

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