TRATADO DE LISBOA: ARQUITECTURA INSTITUCIONAL
Los mediadores
La arquitectura institucional que el Tratado de Lisboa instaura o, mejor dicho, sugiere, es tramposa. La imagen que acompaña a estas líneas es lo que la Unión Europea quiere y necesita vender a sus ciudadanos, pero faltan los que realmente mandan, los estados. Herman Van Rompuy (primero por la izquierda) es el primer presidente semi permanente del Consejo Europeo. Catherine Ashton la Alta Representante de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad. En medio, el primer ministro sueco, Reinfeldt (presidencia semestral rotatoria) y Durao Barroso (Comisión Europea).
Josu JUARISTI I
Los cuatro personajes de la fotografía no son la nueva cara de la Unión Europea, pero esto es lo que los Veintisiete y la mayoría de los grandes medios de comunicación nos quieren hacer creer. Los titulares de los principales medios de comunicación europeos presentaban a Herman Van Rompuy y a Catherine Ashton (presidente del Consejo Europeo y Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Poítica de Seguridad) como la nueva cúpula o la nueva dirección de la UE; y acto seguido cargaban las tintas y los comentarios contra la «cobarde» Europa que designa para tan elevada misión a dos desconocidos, a dos don nadie, a dos políticos de bajo perfil.
En estos comentarios, en este análisis, hay un buen número de trampas, incongruencias y falsedades, y conviene subrayarlas para no perder la perspectiva. Y es que los mismos que alabaron hasta la saciedad el Tratado de Lisboa porque colocaba a la Unión Europea en otro plano critican ahora la elección de dos políticos que no hacen sino responder perfectamente a lo que el Tratado de Lisboa proponía.
Habría sido de recibo criticar al Tratado de Lisboa y luego cargar las tintas porque, en consecuencia, llegan a dos altos cargos Van Rompuy y Ashton.
Pero aplaudir lo primero y denostar lo segundo significa que no han entendido nada, o que no quieren entender lo que es la actual Unión Europea.
Y buena parte de la culpa de estas interpretaciones erróneas la tiene la propia Unión, porque no ha sabido o no ha querido parar a tiempo tanta especulación sin sentido.
El actual modelo de integración europeo es lo que es, ni más ni menos. Ni el flamenco Herman Van Rompuy es presidente de la Unión Europea o presidente europeo o líder de la UE (como incluso afirmaba ayer el diario «El País» -hay que ver cómo nota este diario la ausencia de Xavier Vidal-Foch cuando impartía doctrina desde Bruselas-), ni la británica Catherine Ashton es la ministra de Exteriores de la Unión Europea, como dicen muchos.
Basta echarle un vistazo al Tratado de Lisboa para saber perfectamente cuál es el cometido de cada cual, aunque no nos hayan concretado totalmente sus funciones.
Así que, ¿ha perdido la Unión otra oportunidad de dar un empujón al modelo de integración por haber designado a dos políticos de bajo perfil para estos dos altos cargos? No. La Unión perdió esa oportunidad cuando redactó el farragoso texto de la reforma de Lisboa como vía de salida del atolladero creado con el rechazo francés y holandés al Tratado Constitucional (que tampoco iba mucho más allá). Desde el primer momento quedó absolutamente claro para qué era cada puesto. El de presidente del Consejo Europeo para engrasar los trabajos previos de cara a los consejos europeos y garantizar que las presidencias semestrales no restaban coherencia y eficacia al funcionamiento de la Unión. El de Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad para hacer otro tanto en el ámbito en el que más se visualiza la gran divergencia de intereses en el seno de la UE.
Son dos cargos para tratar de resolver o minimizar problemas de eficacia concretos; no son dos cargos para ser motor de la integración europea. Son, en definitiva, los nuevos mediadores de la Unión Europea, nada más, ni nada menos, desde luego.
Durante estos días hemos analizado ambos puestos para reflejar que suscitan casi más preguntas que respuestas. Tanto Van Rompuy como, sobre todo, Ashton, tendrán que presentar propuestas concretas (negociadas con los embajadores permanentes de los estados ante la Unión y consensuadas, por lo tanto, con los estados) para orientar el desarrollo de sus cargos y concretar funciones.
El presidente del Consejo Europeo tendrá que proponer, sobre todo, cuál debe ser su relación con las rotaciones en las presidencias de los consejos de ministros (excepto el de Asuntos Exteriores, que queda bajo la dirección de la Alta Representante), aunque esta decisión será adoptada por el Consejo Europeo por mayoría cualificada.
A la Alta Representante y, al mismo tiempo, vicepresidenta de la Comisión Europea para Relaciones Exteriores, le tocará definir, sobre todo, qué es exactamente eso que se llama Servicio Europeo de Acción Exterior y que, con suerte, entrará en funcionamiento hacia 2011.
Ambos tendrán que coordinarse, además, en la representación exterior de la Unión, puesto que el Tratado de Lisboa concede a ambos competencia en este ámbito.
La canciller federal alemana, Angela Merkel, resolvió todas estos dilemas sobre el bajo perfil de los elegidos con un toque de humor: «Los dos deberían crecer en sus nuevos cargos». A lo que algunos respondieron que las expectativas sobre ambos son tan bajas que no pueden sino crecer.
La creación del puesto de presidente del Consejo Europeo y el refuerzo del de Alto Representante (no las personas designadas) alteran la arquitectura institucional de la Unión, aunque el tiempo dirá si son garantía de mayor eficacia.
Deberían serlo, puesto que su principal función es la de coordinar a los estados en sus respectivos ámbitos, y es obvio que a mayor número de estados miembros (en breve podrían ingresar dos nuevos socios, Croacia e Islandia) la necesidad de mejorar la coordinación y de trabajar para buscar consensos y posiciones comunes es mucho mayor. Y, al menos Herman Van Rompuy, tiene un perfil perfecto para esa tarea. Y lo normal, si unos y otros no hubieran perdido el sentido real de lo que pactaron en Lisboa, hubiera sido que hoy los medios de comunicación hubieran aplaudido la elección de un político que parece hecho para este menester.
El caso de Catherine Ashton es diferente. Su inexperiencia en política exterior y de seguridad es obvia, y su único aval es ser británica. Es decir, que tiene los resortes del «imperio» detrás, lo cual es más inquietante que alentador, claro.
Equilibrios y desequilibrios. Centrémonos en Catherine Ashton y aprovechemos su elección para comprobar que lo que nos vendieron como una batalla fue, en realidad, puro teatro. Desde estas líneas hemos sostenido varias veces que el empecinamiento británico por la candidatura imposible de Tony Blair para el puesto de presidente del Consejo Europeo ocultaba, en realidad, el deseo de hacerse con el puesto reforzado de Javier Solana. Fallamos en la persona, porque la cuestión de género y, probablemente, sus propias ambiciones y perfil demasiado marcado, dejaron en el camino a David Miliband en beneficio de Catherine Ashton.
Pero Ashton tiene un problema añadido al de su manifiesta inexperiencia: ha servido bajo las órdenes de Durao Barroso, lo que probablemente marcará la relación entre ambos en detrimento de la británica incluso en el ámbito donde ella debería tener más protagonismo que él, la política exterior. Si el equilibrio en este tema entre Van Rompuy y Ashton está por aclarar, el desequilibrio entre Barroso y Ashton parece excesivo de entrada.
Este-oeste. En el Consejo Europeo extraordinario se han dirimido más cuestiones que las meramente nominales o de reparto de cargos. El pulso que algunos socios centroeuropeos parecían proponer se ha quedado finalmente en nada, bien porque el eje franco-alemán y Londres hayan sido más fuertes o bien porque hayan jugado sus cartas con más inteligencia. La fortaleza de Berlín y París sigue siendo incuestionable, y ha quedado meridianamente claro. Tras un breve filtreo con Jean-Claude Juncker, simplemente para contrarrestar la operación de marketing con Blair, pusieron sobre la mesa a Herman Van Rompuy e impusieron su nombre sin problemas. En la escenificación de la cumbre y del reparto del poder el Partido Socialista Europeo hizo su parte, al reclamar para sí con fingida rotundidad el puesto de Alto Representante cuando, en realidad, era lo obvio, era lo único que le quedaba. La jugada británica arrastró a una mujer, Catherine Ashton, con lo que a Zapatero y compañía, que habían realizado un amago patético a última hora con el gris Moratinos, sólo les quedaba asentir y aparentar que Ashton era la opción perfecta.
Es perfecta para los británicos, porque son todavía el trasatlántico estadounidense en Europa y porque concederle la representación (aunque menor) de la política exterior de la Unión Europea a una británica es la mejor garantía de que la Unión Europea seguirá durante mucho tiempo sin tener una verdadera política exterior común. Por mucho que se suponga que el cargo es independiente, en este caso la nacionalidad marcará probablemente el desarrollo de ese puesto.
Siendo británica y, por lo tanto, eminentemente atlantista, la jugada del eje franco-alemán y de Londres para repartirse los altos cargos ha contado, además, con el apoyo (implícito o explícito) de los socios atlantistas de Europa Central, que se han tenido que conformar con tener a un polaco (Jerry Buzek) al frente del Parlamento Europeo durante media legislatura, lo cual no es gran cosa (pero ése es su lugar exacto en el actual reparto del poder en el seno de la Unión Europea).
Y la jugada es perfecta para Berlín porque Van Rompuy es un buen germanófilo y comparte las tesis de Angela Merkel sobre el futuro de la Unión, incluido el delicado dossier de la ampliación a Turquía.
Por mucho que los medios insistan en criticar los nombres cuando no supieron o quisieron criticar la letra y el espíritu del Tratado de Lisboa, ambos puestos reflejan perfectamente, incluso con una exactitud sorprenmdente, lo que Lisboa significa y lo que la actual Unión Europea busca con estos cargos. Sigue teniendo pendiente, eso sí, clarificarlos e ir reduciendo burocracia innecesaria.
Y, con estas designaciones, la UE ha conseguido ganar tiempo para definir mejor lo que Lisboa supone. De momento, no hay cambio en la correlación de fuerzas. Dominan los tres «grandes», que toman posiciones para otras negociaciones claves como el presupuesto plurianual o la ampliación.