Eszenak
Absurdo y cárcel
Josu Montero escritor y crítico
Subgénero dramático que carece de verosimilitud debido a su excesivo realismo». Así de certeramente define el Teatro del Absurdo el poeta J.M. Cumbreño. Ayer se cumplieron cien años del nacimiento de aquel rinoceronte llamado Eugéne Ionesco, cuyas obras no han dejado de representarse. A pesar de las etiquetas, lo cierto es que Ionesco y Beckett no se parecen en casi nada; pero sus obras han marcado a fuego el teatro contemporáneo. Uno de los más reconocidos discípulos de Beckett es el intempestivo y ya fallecido Nobel Harold Pinter. Alguien dijo que Pinter tuvo el acierto de bajar a tierra a Beckett, ubicar en contextos realistas, cotidianos y reconocibles, las situaciones y los personajes del irlandés, su conflicto con el lenguaje y con la identidad. Una de las piezas clásicas de Pinter, «El regreso al hogar», sube mañana y pasado al escenario del Barakaldo Antzokia en producción del Teatro Español.
Unos meses antes de su fallecimiento y sabiendo su muerte cercana, Pinter -también actor- quiso pisar por última vez el escenario dando vida al viejo Krapp, el único protagonista de un tremendo y crepuscular monólogo de Beckett: «La última cinta de Krapp». La pasada semana, esta obra ha sido protagonista del Festival de Otoño de Madrid, representada ahora por Rick Cluchey, miembro de la compañía The San Quentin Drama Workshop; en efecto, este nombre hace referencia al famoso penal californiano, en el que Cluchey fue condenado a cadena perpetua. Para huir del tiempo infinito y de la violencia carcelaria se dedicó a leer todo lo que cayó en sus manos hasta que el encuentro con Beckett le cambió la vida. Con otros reclusos decidió crear en 1958 un grupo para montar esas obras que -gran paradoja- en la cárcel le parecían verdaderamente esperanzadoras. «Esperando a Godot», «Fin de partida» o «La última cinta de Krapp» fueron conformando un repertorio que con el tiempo y las representaciones por otras cárceles le supusieron el indulto. Estrenó libertad en 1974 viajando a París donde, a pesar de su apego a la vida retirada, Beckett se volcó brindándole su amistad: «A Beckett le interesaba lo que significa estar encarcelado como una extensión de su interés en el estar encerrado en uno mismo»; hasta el punto que el dramaturgo se ofreció a dirigirles en varios de los montajes de sus obras. «Vuelve a fracasar, fracasa mejor», ha recordado en Madrid Cluchey las palabras con que Beckett les animaba en los ensayos. «Puedes hacer esta obra de una manera que nadie más puede, porque es una obra sobre un hombre en una celda, la celda de su memoria. Haz de esa celda la tuya propia».
Hace unas semanas actuó en el Festival de Teatro de Santurtzi el grupo Bambalina, formado por una docena de presos de Nanclares; «No hay ladrón que por bien no venga», de Darío Fo, es la obra que representaron. «Empezó siendo un programa terapéutico. La idea era que un agresor doméstico, por ejemplo, se pusiera en el papel de la mujer», explicaba su responsable. En 1986 el dramaturgo francés Michel Azama impartió un taller de teatro en la Cárcel Central de Mujeres de Rennes. Del contacto con aquellas mujeres nació ese monólogo tremendo en el que brotan múltiples voces que es «La esclusa», y que fue uno de los primeros trabajos de Legaleón allá por 1991. Decía Azama que en la prisión no existe una jerga, existe una lengua-cárcel; y denunciaba: «Cualquiera que sea su falta se les hace pagar agravando la reclusión con sufrimientos suplementarios».