Borja Barragué Calvo Investigador de Filosofía del Derecho en la Universidad de Madrid
¿Quién protege a los desprotegidos?
En un reciente artículo titulado «¿Quién protege a la clase media?», el señor Asier Aranbarri Urzelai, portavoz de EAJ/PNV en las Juntas Generales de Gipuzkoa, sostenía que tanto él como su partido creen «en una sociedad basada en la igualdad de oportunidades» en la que no haya «colas en Cáritas», y cuyo objetivo sea, «entre otras cosas, [que] nuestros mayores tengan la suficiente asistencia domiciliaria, [que] podamos conciliar realmente la vida familiar y la laboral, [que] nuestros hijos e hijas tengan acceso a una formación de calidad o [que] sigamos estando orgullosos de nuestro sistema sanitario público».
Hasta aquí, ningún problema. Todas las personas de izquierdas que sostenemos una concepción igualitaria de la justicia social suscribiríamos sin dificultad los fines sociales que plantea el señor Aranbarri. Las divergencias surgen, empero, con las estrategias que se proponen en su artículo para alcanzar aquellos objetivos. Éstas son de dos tipos: por un lado, una política fiscal orientada a proteger a los «pequeños» ahorradores; y, por otro, medidas de carácter «social» -es una forma de hablar- tendentes a establecer más controles a los colectivos potencialmente receptores de la asistencia pública. Dado que no es el primer artículo que, en el contexto actual de recesión económica y altísimas tasas de desempleo, propone endurecer los requisitos de acceso a las ayudas sociales invocando supuestos motivos de una justicia entendida como igualdad de oportunidades, comenzaré por realizar un par de observaciones sobre esto último.
Es un lugar común en filosofía política sostener que existen, en lo fundamental, dos modelos de bienestar: los modelos basados en el principio del universalismo y los basados en el selectivismo. El universalismo denota una serie de servicios o de beneficios que están disponibles para toda la población porque se juridifican y se ofrecen como auténticos derechos sociales. Un par de ejemplos de ello serían la educación y la sanidad. En cambio, el selectivismo se funda en una idea según la cual los programas y prestaciones solamente están disponibles en función de que exista una necesidad individualizada que debe comprobarse por algún tipo de control o test de recursos, como en la actualidad ocurre, por ejemplo, con los programas autonómicos de rentas mínimas.
Pues bien, si lo que pretendemos es que esa vaporosa clase media reciba servicios públicos acordes con el esfuerzo contributivo realizado y así, y de paso, eludir la quiebra de la legitimidad del Estado con la que amenazaba Joseba Arregi recientemente y sobre la base de similares argumentos, lo razonable sería tratar de convertirla en beneficiaria de prestaciones de las que, por regirse de acuerdo con el principio selectivo, ahora queda excluida. Es de suponer que si la clase media sueca, danesa o noruega se muestra dispuesta a realizar un esfuerzo contributivo aún mayor que la nuestra -y mucho mayor que la norteamericana, por ejemplo-, es porque entienden que la educación pública que reciben sus hijos, la asistencia pública que cuida a sus mayores y la sanidad pública que los atiende a todos justifica aquel esfuerzo. Si, por el contrario, esa misma clase media ha de pagar por la educación de sus hijos, el cuidado de sus mayores y la póliza de salud de todos, entonces, como ocurre en Estados Unidos, a los candidatos a la presidencia se les recomienda usar la palabra «impuestos» si, y sólo si, va acompañada de los términos «bajada de». Y así llegamos al segundo punto.
En lo tocante a las medidas de carácter fiscal, el señor Aranbarri considera «injustos» los «incentivos indiscriminados como los 400 euros», y se pregunta: «¿dónde está la progresividad?». Tengo para mí, aunque sin duda es discutible, que los 400 euros no supondrán un gran incentivo para la economía, digamos, de Emilio Botín. Si nos fijamos, por el contrario, en el caso de un mileurista, supone casi el cincuenta por ciento del sueldo de todo un mes. Ahí es apreciable cierta progresividad. Pero no era esta observación la que me proponía discutir, sino la supresión del Impuesto de Patrimonio, «como una política fiscal que proteja al pequeño ahorrador». Y es que ahora soy yo el que se pregunta, señor Aranbarri, ¿dónde queda la progresividad?
De acuerdo con el artículo 31 de la Constitución Española, «todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad...». Tradicionalmente, la política fiscal se basaba en tres impuestos: uno sobre la renta, otro sobre el patrimonio y un último sobre el valor añadido. Los dos primeros eran progresivos, de modo que a medida que crece la capacidad económica de los sujetos, crece el porcentaje de su riqueza que el Estado le exige en forma de tributos. Pero ocurre que entonces se trataba de gravar más no sólo a los que se iban haciendo más ricos, sino también, y cosa muy importante para quienes, como el señor Aranbarri, creen firmemente en «los valores del esfuerzo, el compromiso, la asunción de riesgos, etc.», a los que ya lo eran. Y es que, en definitiva, cuando nuestro objetivo es alcanzar una sociedad en la que no haya «colas en Cáritas» y que se fundamente en los valores de la justa igualdad de oportunidades y la progresividad fiscal, la solución no puede pasar en ningún caso por endurecer los criterios de acceso a las ayudas públicas y suprimir el Impuesto sobre el Patrimonio -mi intuición me dice que ninguna de estas medidas mejorará sustancialmente la situación de quienes hacen colas en Cáritas-, sino, muy al contrario, por la adopción de políticas que en lo social se orienten a aumentar la cobertura de los servicios y en lo económico se propongan redistribuir los recursos desde los que ganan y tienen más hacia los que ganan y tienen menos. Al menos si lo que nos proponemos es, insisto, mejorar la situación de quienes hacen colas en Cáritas y no en los telesillas de Baqueira Beret.