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Atilio A. Boron sociólogo

Euskadi: la fórmula Saint Jean

En la tenebrosa Argentina de la dictadura pensar era un crimen y, por lo tanto, a priori todos éramos sospechosos. Nadie sintetizó mejor esta visión criminal y paranoica del mundo que el General Ibérico Saint Jean cuando en Mayo de 1977 dijo que «primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después (...) a sus simpatizantes, enseguida (...) a aquellos que permanecen indiferentes, y finalmente mataremos a los tímidos». Esta sombría reflexión acude inmediatamente a nuestra conciencia al leer las noticias que dan cuenta de la razzia practicada por más de 650 agentes de la Policía Española y la Guardia Civil y que culminó con la detención y traslado a Madrid de 34 jóvenes del País Vasco acusados de «terroristas». Resulta que en España, tan exaltada como ejemplo de una exitosa transición desde el franquismo a la democracia, aquel apelativo puede ser aplicado a cualquier persona que en Euskadi se atreva a pensar que sería bueno lograr una solución negociada al conflicto político que desde hace décadas agita al País Vasco, o que se manifieste a favor de una amnistía o, simplemente, que tenga la osadía de exigir se ponga fin a las torturas que se aplican rutinariamente -pese a las numerosas denuncias de organismos internacionales- a quien tenga la desgracia de caer en manos de las fuerzas represivas del Estado español.

La irracional intransigencia de Madrid queda muy bien sintetizada en las palabras dirigidas hace poco por el ministro del Interior a los independentistas vascos: «Aun en el caso de que la izquierda abertzale dijese que condena la violencia y solicitara su legalización `la respuesta va a ser radicalmente no'». Este mismo personaje anteriormente había planteado a los independentistas la opción: «O votos, o bombas», y cuando estos dijeron «votos» -y presentaron la candidatura Iniciativa Internacionalista al Parlamento Europeo- este santo varón, demócrata hasta el tuétano, les aplicó el garrote vil de la Ley de Partidos y los condenó a una permanente ilegalidad.

Cerrados todos los caminos legales para quienes no piensan como Madrid quiere que se piense no hace falta ser un sabio para inferir que las vías extra-legales se nutrirán con el creciente apoyo de los muchos que en Euskal Herria no están dispuestos a renunciar al derecho a la autodeterminación de los pueblos, una conquista histórica que el estado español se niega tercamente a reconocer ya que ni siquiera autoriza una especie de «cuarta urna», como la imaginó Zelaya en Honduras, para que el pueblo, soberano inapelable de cualquier democracia digna de ese nombre, diga si quiere o no ser consultado al respecto.

La doctrina del terrorismo omnipresente tan cara a los militares argentinos fue aplicada en esta oportunidad contra una organización juvenil, Segi. Lo tragicómico de todo esto lo retrata una vez más el diario «El País» (otro mito periodístico, de prestigio tan manufacturado como inmerecido) cuando informó a sus lectores que mediante el «vandalismo terrorista Segi buscaba aumentar la presión sobre las llamadas `luchas prioritarias': la construcción del `Estado vasco' y el combate contra el tren de alta velocidad, el modelo educativo de Euskadi y la especulación inmobiliaria». Como puede apreciar el lector, estos jóvenes prisioneros tenían una agenda no sólo revolucionaria sino también terrorista: oponerse al tren bala que destruiría el medio ambiente y dividiría regiones enteras del país es un acto innegablemente vandálico y terrorista, lo mismo que discutir el modelo educativo, cosa que se está haciendo por doquier en Europa, y combatir la especulación inmobiliaria, causante de gravísimos problemas en España y el País Vasco.

En su gran mayoría Segi está formada por jóvenes universitarios independentistas, activamente vinculados a diversas asociaciones que efectúan tareas comunitarias. Como si fuera un insulto, la información oficial dejó saber que algunos de estos vándalos «ocuparon cargos de representación estudiantil en la Universidad». Según las explicaciones brindadas por el Ministerio del Interior los detenidos lo habrían sido por «ejercer presuntamente funciones de responsabilidad en Segi». Es decir, se presume la comisión de un delito, y eso basta para encarcelar a los sospechosos en una redada efectuada, como en la Argentina de aquellos años de plomo, a altas horas de la madrugada y a cargo de personal encapuchado.

Basta con relacionar a los inculpados con cualquier persona u organización que en el pasado haya actuado en la legalidad defendiendo el proyecto independentista para ser considerado un terrorista. Basta con compartir el proyecto estratégico de la independencia y el socialismo -aun cuando se condene los métodos violentos para lograrlo y se opte por las tácticas del Mahatma Gandhi- para que todo el peso de la «justicia» caiga sobre los acusados.

Pensar o soñar son delitos imperdonables. Mediante esta monstruosidad jurídica se pena a la persona, no a sus actos. El corolario de esta retrógrada concepción es una justicia que no reconoce el habeas corpus, traba la acción de los abogados defensores, impide la presencia de un médico de confianza, establece cinco días de incomunicación sin notificar a los familiares el paradero del detenido, legaliza la tortura y el maltrato, y somete a juicio a los inculpados fuera de la jurisdicción ordinaria, en un tribunal de excepción heredado de la época franquista.

Las violaciones a los derechos humanos que Madrid perpetra a diario en Euskadi son irremediablemente incompatibles con la democracia. Pruebas: uno, el juez de la Audiencia Nacional que lleva la causa, Fernando Grande-Marlaska, rechazó la petición de los abogados defensores para que se aplique a los detenidos el «Protocolo Garzón», que requiere que sean asistidos por un médico de confianza, que el periodo de detención sea grabado y que los familiares sean informados en todo momento sobre el paradero y estado de los arrestados. Por algo lo habrá rechazado. Dos: sorprende comprobar que en ciertos aspectos el Gobierno español hace lo que ni la dictadura argentina se atrevió a hacer. Por ejemplo: prohibir la exhibición pública de fotografías de las víctimas de la represión que hacían los familiares, amigos y los movimientos de solidaridad, una manera sutil por la cual se quería hacer «desaparecer» personas, menos criminal que la que conocimos en la Argentina pero también violatoria de los derechos humanos. Por eso en muchos bares, de esos que proliferan en toda Euskal Herria, las fotos de los independentistas detenidos en las cárceles españolas fueron reemplazadas por sus siluetas faciales.

Al criminalizar la disidencia política y la aspiración independentista el Estado español vuelve a hundirse en sus peores tradiciones, sintetizadas en el nefasto maridaje entre la cruz y la espada. Tradiciones que durante tres siglos padecieron los pueblos de Nuestra América después de la conquista y que, en la Argentina, reapareciera en el discurso y la práctica de la dictadura militar: matar a los subversivos, a sus colaboradores, a sus simpatizantes, a los indiferentes, y a los tímidos. Una escalada infernal de muerte y destrucción que sumió a este país en un baño de sangre pero que, a la larga, fue derrotada por la capacidad de resistencia y de lucha de las víctimas.

A Madrid le convendría estudiar lo ocurrido en la Argentina, y tomar nota de dos grandes lecciones que deja nuestra historia: primero, que la represión tiene costos crecientes y decreciente eficacia disuasiva, y que por lo tanto no sirve para resolver ningún problema social o político como los que suscita la cuestión vasca; segundo, que si no detiene antes de que sea demasiado tarde la aplicación de la «fórmula Saint Jean» para enfrentar las aspiraciones independentistas de los vascos el futuro de los diversos pueblos y naciones que dificultosa y conflictivamente conviven en el estado español podría asumir las características de una tragedia de inéditas proporciones.

© Artículo publicado en www.atilioboron.com

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