Un cambio en el que ya es difícil creer
La Administración Obama ha anunciado que incrementará sus tropas en Afganistán, lo que, de hecho, supone que mantendrá las líneas maestras de la política belicista de su antecesor en el cargo, George W. Bush. El anuncio ha supuesto un jarro de agua fría para quienes, entre otras muchas razones, votaron al candidato demócrata con la esperanza de que rompería el consenso que ha dominado la política estadounidense durante al menos las últimas seis décadas. Un consenso que considera la dimensión armamentista y militar como base de la dominación estadounidense sobre el mundo, como modelo de crecimiento económico y como elemento cultural central. Pero la decisión no sólo ha disgustado a quienes creían en un cambio social general, sino también a quienes desde dentro de la propia Administración creyeron poder llevar adelante una gestión inteligente del capital político acumulado por Obama. Aquellos cargos y diplomáticos que, en este tema concreto, apostaban por una retirada ordenada a medio plazo por considerar que esa otra estrategia no sólo era posible, sino sobre todo que sería mucho más efectiva, han visto cómo sus argumentos eran despreciados y cómo ellos eran calificados de «débiles».
Se da la paradoja de que mientras en materia económica Obama desoye a quienes le indican que las ayudas estatales no han sido suficientes -como el Premio Nobel de Economía Paul Krugman- y atiende a quienes bajo falsos discursos de cautela presupuestaria se desentienden del sufrimiento de las miles de personas que cada día quedan sin empleo en EEUU, en cuestiones de guerra el presidente norteamericano aprueba el razonamiento contrario, dando la razón a quienes argumentan que la victoria o la derrota en Afganistán es cuestión de efectivos, no de estrategia.
Con toda la gravedad de la decisión de casi triplicar los efectivos en una ocupación que muchos expertos -entre los que incluso hay reputados militares- consideran perdida, lo políticamente más peligroso sigue siendo la facilidad con la que las fuerzas conservadoras, tanto desde la oposición como desde dentro del propio Partido Demócrata, marcan la agenda a Obama.