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Testimonio: Ana maría Careaga

«Todo fue de una enorme crueldad»

 Ana María Careaga, secuestrada cuando tenía 16 años y estando embarazada de menos de tres meses, relata a GARA su paso por el centro clandestino de detención Club Atlético, la huida a Suiza, la desaparición de su madre, Esther Ballestrino, y lo que supuso la aparición de su cuerpo junto a los de María Ponce, Azucena Villaflor, Léonie Duquet y Angela Aguad.

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«El Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio, conocido como Club Atlético, funcionó en el subsuelo de un edificio de suministros de la Policía Federal durante 1977. Posteriormente, fue demolido para la construcción de una autopista y parte de sus instalaciones fueron utilizadas para armar la estructura de otro centro clandestino de detención, el Olimpo.

Se calcula que durante el tiempo en que funcionó pasaron por allí cerca de 1.500 personas, de las cuales la mayoría continúan desaparecidas.

Fui secuestrada cuando tenía 16 años y estaba embarazada de menos de tres meses. Fui llevada a este lugar donde permanecí casi cuatro meses. Las condiciones de detención eran infrahumanas. La mayoría de los detenidos estábamos siempre en las celdas, con los ojos vendados y cadenas en los pies. La tortura era el método de interrogatorio por excelencia, pero no perseguía sólo la obtención de información sino la despersonalización y deshumanización de los individuos. Se apuntaba al aislamiento absoluto y a la pérdida de la identidad. A las personas les sacaban la identidad y les ponían un código (una letra y un número) que enseñaban a los golpes. En mi caso yo era K04. Por la brutalidad de la tortura y el corto tiempo de formación del feto, pensé que mi bebé había muerto, pero estando un día acostada en la celda, con los ojos vendados, se empezó a mover y así sentí que en algún punto los había vencido, que había un lugar adonde no habían podido llegar y que no estaba sola.

Cuando venían a buscarnos para sacarnos al baño, nos hacían esperar de pie frente a la puerta, siempre con los ojos vendados, y luego debíamos salir al pasillo, girar y tomarnos de los hombros del de adelante como formando un «trencito», que era llevado a las corridas hasta los baños, aún con las cadenas puestas. A lo largo del recorrido había represores que nos manoseaban y nos pegaban y, si uno se caía, quedaba en el piso siendo golpeado por ellos. Toda la vida en el campo de concentración era una tortura permanente, no se podía reír, no se podía llorar, no se podía expresar ningún tipo de sentimiento humano, ya que si a uno lo escuchaban o lo veían por la mirilla de la celda era sacado de la misma para ser torturado.

Todo estaba pensado para destruir cualquier tipo de resistencia. Ellos decían permanentemente que tenían todo el tiempo del mundo, que nadie sabía dónde estábamos. Eso era la desaparición.

Una vez al mes, se producían los «traslados». Ese día había un clima muy especial. Un número variable de detenidos-desaparecidos eran sacados de sus celdas y se comentaba que los llevaban a otro centro o a unas «granjas de recuperación». Después supimos que eran arrojados vivos al mar, previamente adormecidos.

Mi madre comienza a encontrarse con otras madres a raíz del secuestro primero de mi cuñado, Manuel Carlos Cuevas, el 13 de septiembre de 1976, que aún continúa desaparecido, acompañando a la madre de él. A partir de mi secuestro (el 13 de junio de 1977), redobla su búsqueda. Estaba todo el día fuera de la casa, se iba a la mañana y volvía a la noche. Junto a otras madres, recorrían infructuosamente cárceles, cuarteles, comisarías y ministerios buscando alguna información. Los hábeas corpus eran sistemáticamente rechazados, los desaparecidos no estaban en ningún lugar, era como si se los hubiera tragado la tierra... Así empiezan a juntarse, ideando nuevas formas de organización para hacer frente al terror y a la ignominia.

Cuando me liberan, mi mamá va a la Plaza de Mayo y vuelve con un montón de papelitos en donde cada madre había escrito el nombre de su hijo para ver si yo sabía algo... Me lleva al médico, hacemos los trámites para salir del país y luego regresa a la Plaza para continuar la lucha con sus compañeras «hasta que aparezcan todos, porque todos los desaparecidos son mis hijos». Ella, que había sido una de las fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, no iba a abandonar esa lucha colectiva. Era una persona con mucha conciencia, militante de toda la vida y de una enorme generosidad en todos los aspectos.

Cuando llegamos a Suecia, al campamento de refugiados, teníamos dos llamadas para hacer. Usamos una primero, para avisar de que habíamos llegado bien y la otra la reservamos para cuando naciera el bebé.

El 11 de diciembre de 1977 nació mi hija Anita y entonces llamamos para avisar, ahí nos enteramos de que tres días antes habían secuestrado a mi mamá y al resto de la gente. Por tres días, ella no pudo saber que el embarazo había llegado a buen término y que tenía una nietita que había nacido bien...

Hicimos lo que se hacía en estos casos, la denuncia en todos los foros e instancias nacionales e internacionales, la denuncia permanente. Al principio pensábamos que las iban a dejar en libertad porque eran las Madres y había dos monjas francesas, estaba involucrado otro país... Pero con el tiempo y después de que saliera publicada una foto de las monjas con una bandera de Montoneros, pensamos que era muy difícil que se pudiera retroceder. De todas maneras, cuando se tiene un familiar desaparecido uno nunca deja del todo de esperar que vuelva, porque se vive en la peor de las incertidumbres. No se sabe si está vivo o muerto y no se lo puede dar por muerto y tampoco se tiene la certeza de que esté vivo. Se vive en una angustiante y permanente contradicción.

Creo que es de una enorme crueldad. Todo. El secuestro y la desaparición de una joven generación de militantes que luchaba por una sociedad más justa y luego la de las madres que salían a buscar a sus hijos...

La aparición de los cuerpos fue de una importancia impresionante. Los familiares la vivimos como una especie de intersección entre lo singular y privado de cada familia y lo social y colectivo de esa aparición. Fue un hecho de una enorme fuerza para el movimiento de los derechos humanos porque, por primera vez, se probaba el circuito del horror con cuerpos arrojados vivos al mar.

Había testigos del secuestro, los habían visto con vida en la ESMA y, tras la exhumación, el estado de sus huesos dio cuenta de la causa de su muerte: el impacto de caída desde gran altura. Tuvo un peso simbólico muy importante porque se identificó a las tres madres que, después de muertas, seguían dando testimonio del horror. Para nosotros fue poder saber qué era lo que le habían hecho, cuál fue su destino, recuperar sus restos y tener un lugar adonde ir.

La iglesia de la Santa Cruz representa a lo largo de la historia argentina una postura ética y de dignidad. Fue un lugar donde las Madres encontraron refugio cuando la mayoría de las puertas se cerraban; por eso sus fieles dicen que hoy descansan en «la última tierra libre que sus pies pisaron». Representa la valentía y la consecuencia con sus convicciones y sus ideales, porque siempre fue y es refugio de los necesitados y de aquellos que luchan por vivir mejor.

Para nosotros es un lugar de libertad. Yo les estoy eternamente agradecida y difícilmente pueda expresar en palabras lo que significa para mí que los restos de mi madre estén ahí. Creo que es el mejor lugar. Venimos de una familia no creyente, mis padres y nosotras, sus tres hijas, sin embargo, encontramos allí, reitero, el mejor lugar. Nunca en mi vida fui tanto a una iglesia.. la Santa Cruz es un ejemplo para la sociedad».

 
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