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Juicio en Argentina al ex marino Alfredo Astiz

Un espía «con cara de ángel» entre las madres

«La Armada me enseñó a destruir. Sé poner minas y bombas, sé infiltrarme, sé desarmar una organización, sé matar. Soy el mejor preparado para matar a un político o un periodista. Yo siempre digo; soy bruto, pero tuve un solo acto de lucidez en mi vida, que fue meterme en la Armada».

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Ainara LERTXUNDI

Así se define el ex teniente de Fragata Alfredo Astiz, uno de los personajes más negros de la dictadura argentina, que a partir de mañana se sienta en el banquillo de los acusados junto a otros 18 ex jefes navales por los delitos cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en 1977. Entre ellos, la desaparición de las monjas francesas Alice Domon, más conocida como Caty, y Léonie Duquet. En el mismo operativo desarrollado entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977 y comandado por Astiz fueron secuestradas tres fundadoras de las Madres de la Plaza de Mayo, Azucena Villaflor de De Vicenti, Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco y otras siete personas entre familiares y activistas de derechos humanos: Angela Aguad, Remo Carlos Berardo, Horacio Aníbal Elbert, Patricia Cristina Oviedo, Raquel Bulit, Eduardo Gabriel Horane y José Julio Fondevilla.

Las detenciones se practicaron principalmente el 8 de diciembre en la iglesia de la Santa Cruz, donde las madres, Alice Domon y varios activistas estaban recogiendo el dinero para publicar el día 10, en el diario «La Nación», una solicitud con el lema «Por una Navidad en paz. Sólo pedimos la verdad». Era todo un desafío que la Junta Militar quiso evitar. Para ello puso a uno de sus mejores agentes a trabajar, a Alfredo Astiz, alias El rubio o El Ángel de la Muerte.

Durante mucho tiempo se hizo pasar por Gustavo Niño, un joven rubio, con cara angelical, que buscaba a su hermano desaparecido. Como su madre supuestamente estaba muy enferma, él iba a las concentraciones en la Plaza de Mayo, donde las madres lo acogieron y cuidaron como a un hijo, como al hijo que estaban buscando.

Una de ellas fue Azucena Villaflor de De Vicenti. Su vida cambió en noviembre de 1976. A partir de ese mes ya no sería más la ama de casa que sólo salía en compañía de su esposo o de sus hijos. El secuestro de uno de ellos la llevó a recorrer mil caminos, a tocar en vano infinidad de puertas hasta que comprendió que la búsqueda individual no tenía sentido. Estando en el Ministerio de Interior y harta de tanta mentira, propuso al grupo de madres que estaban en su misma situación organizarse e ir a la Plaza de Mayo para pedir una audiencia al gobierno. Quienes la conocieron alaban su capacidad de liderazgo, determinación y dinamismo.

Una lenta y eficaz infiltración

«Recuerdo perfectamente cómo Astiz venía a la plaza y Azucena le decía `espéranos en la esquina de la municipalidad o de la catedral, porque en la plaza corres peligro'», relata a GARA Nora Cortiñas, miembro de las Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora.

«Muy ingenuas, creímos que era hermano de un desaparecido. Venía a la plaza y así fue conociendo a las madres y pidiendo direcciones de algunas personas. Alguna vez incluso fue a casa de Azucena y le pidió que le dejara dormir. También intimó con el joven pintor Remo Berardo, que tenía su estudio en la Boca y cuyo hermano estaba desaparecido. Astiz se le presentaba para ir a comer o quedarse charlando», añade con impotencia por no haber intuido que «ese muchacho atlético y educado fuera semejante traidor».

Gustavo Niño supo hacer bien su trabajo. No sólo se infiltró en las marchas de la plaza, también lo hizo en la iglesia de la Santa Cruz, que había cedido un espacio a un grupo de madres, familiares y activistas, entre los que estaba Alice Domon.

«En Azucena vio a una líder natural. Era una mujer muy valiente, predispuesta para esta lucha a la que nos fue motivando con su determinante modo de ser. Nos decía que debíamos estar en la plaza y en todos los lugares donde nos vieran. Esther Careaga era militante política en su Paraguay natal y tenía a un yerno y a una hija desaparecida. María Ponce tenía una fuerza de trabajo especial. Él fue eligiendo y configurando el perfil de cada una para planificar el atroz y siniestro secuestro cometido entre el 8 y 10 de diciembre», resalta Cortiñas.

Nélida Chidichimo y Rosario Cerrutti fueron testigos directos del operativo. «Ese 8 de diciembre estábamos recolectando dinero para la primera solicitud que hacíamos las madres con hijos desaparecidos. Era una página entera. Ya en la noche, la iglesia estaba repleta porque era la primera comunión de los niños. Gustavo, que estaba ahí, se fue con la excusa de ir a casa a por más dinero. Antes del operativo, se me acercó sor Alicia preguntándome sobre la cruz que llevaba en el cuello. Agarrándome de la barbilla, me dijo `ya vas a ver que para el 24 los vamos a tener a todos'. `¡Ay, Dios te oiga!', le contesté. Luego se alejó. Cuando estaba bien oscuro, la vi forcejeando y cómo la agarraban del pelo, la llevaban para afuera y la metían en un auto. `¡Se llevan a sor Alicia!', grité. Todo el mundo empezó a correr. Rosario Cerrutti, se agarró a las verjas. A ella también se la querían llevar pero tenía una fuerza bárbara y no hacía más que gritar `¿por qué me van a llevar?'. Otra señora se acercó y, muy modosita, le preguntó al militar por qué. `Por drogas', dijo. El día 10 fueron al domicilio de Azucena. La agarraron en la calle. Aunque luchó, la arrastraron por el suelo y la metieron en un coche. Un autobús que estaba presenciando la escena se cruzó. Al conductor le ordenaron que lo moviera porque, si no, lo mataban. Ese día también agarraron a Duquet en la parroquia San Pablo de Ramos Mejía», relata Chidichimo, a quien Astiz le dio un beso en la mejilla antes del operativo.

La única que no lo veía con buenos ojos era la nuera de Chidichimo, que un día le preguntó si estaban seguras del tal Gustavo Niño. «`Ay, nena, si es un tesoro', respondí. Entonces me dijo: `Mira, yo soy hija de militar y el olor de los milicos lo tengo acá. Para mí, es milico', me comentó tocándose la nariz. Cuando nos enteramos de su verdadera identidad, mi nuera exclamó `ves, ¿qué te dije?'. Debíamos haber sospechado de aquel rubio, con cara linda, pelo cortito, bien vestido y perfumado. Era un dandy, pero con un alma negra. Nos hizo creer incluso que una chica que iba con él a las concentraciones era su hermana, cuando en realidad era una detenida-desaparecida de la ESMA. La llevaba para ver si veía a algún conocido».

«Acá Astiz -añade- es una mala palabra. Durante un juicio le grité `Judas'. Imagínate cómo se puso. Juró y perjuró que no me había dado un beso aquel día en la Santa Cruz. Después de decirle eso, me llamaron por teléfono diciéndome de todo».

A Rosario Cerrutti, de 82 años, le tocó presenciar la detención de Esther Ballestrino de Careaga. «En la puerta de la parroquia, me encontré con la hermana Alicia y María Ponce de Bianco, con quien me veía casi a diario porque solíamos ir juntas a la morgue, a los hospicios, a las comisarías y cuarteles. Me avisan de que Esther salía con el dinero. Iba detrás de ella junto a María. Alicia se había ido para adentro. Cuando habíamos salido unos cinco o seis metros, un hombre en mangas de camisa agarró a Esther. `¿Qué pasa?', pregunté cuando otro hombre cogió a María y se la llevó. No pudimos ver más. No supimos a cuánta gente se habían llevado».

Al poco tiempo, en otra artimaña de la Junta Militar, salió publicada una foto de las dos religiosas con una bandera de los montoneros detrás. A Domon le obligaron a escribir una carta atribuyendo su situación a «un grupo disidente». La imagen que nadie creyó fue tomada en los sótanos de la ESMA.

Cerrutti no tiene más que palabras de agradecimiento para sus compañeras. «No puedo explicar el valor de esas mujeres. Esther tuvo un gesto inolvidable. Después de huir con sus hijas, regresó a la Plaza. Cuando la vimos, le dijimos `por favor, tu hija ha aparecido, no vengas más'. `Hay que luchar por los otros', fue su respuesta. Ese gesto en momentos de tanto espanto y miedo es invalorable», subraya.

A finales de diciembre de 1977, la corriente arrojó varios cuerpos a las costas de Santa Teresita y San Bernardo. Un grupo de madres, entre ellas, Nora Cortiñas, se desplazó al lugar pero tuvieron que regresar con las manos vacías. En agosto de 2005, el Equipo de Antropología Forense anunció la identificación de los restos de siete personas enterradas como NN. Cinco correspondían a las tres madres, a Duquet y Aguad. La autopsia reveló que las fracturas que presentaban eran compatibles con las causadas por «una caída desde cierta altura».

«Siempre sostuve que no quería recoger los restos de mi hijo, porque muerto no me servía. Pero cuando tuve la oportunidad de abrazar los restos de mis compañeras, cambié de opinión, lo confieso con total honestidad. Abrazarlos fue una sensación imborrable. Pude darles la despedida y el abrazo que se merece un ser humano. Comprendo a la gente que quiere su duelo. Yo pensaba que eso no existía. Pero, poder abrazar los huesos de mi hijo sería algo para morir en paz», manifiesta con voz entrecortada Cerrutti.

Los restos de Duquet, Ponce, Careaga y Aguad descansan en la parroquia de la Santa Cruz, mientras que los de Villaflor fueron esparcidos al pie de la pirámide en la Plaza de Mayo. «Pusimos una placa con dos azucenas. Entre todas tiramos sus cenizas. Fue el mejor homenaje que le podíamos rendir», concluye con emoción Chidichimo.

De la iglesia de la Santa Cruz a infiltrarse entre los exiliados en París y firmar la rendición de las georgias

A Gustavo Niño se le cayó la careta cuando meses después del operativo de la Santa Cruz fue descubierto intentando infiltrarse entre los exiliados argentinos en París, donde, bajo la identidad de Alberto Escudero, trabajaba como agregado militar en la embajada de Argentina. Aquellas madres que tanto se habían preocupado por él supieron quién era gracias a France Press.

El nombre de Astiz volvió a aparecer el 25 de abril de 1982, cuando firmó la rendición de las Islas Georgias. En marzo de 1990, fue condenado en ausencia a cadena perpetua en el Estado francés por la desaparición de las monjas Alice Domon y Léonie Duquet. En Italia también fue condenado a perpetuidad por la desaparición de Giovani Pegoraro y su hija Susana, embarazada, y por la de Angela Aietta, madre de un dirigente peronista. En Suecia tiene otra causa pendiente por el secuestro en 1977 de la ciudadana sueco-argentina Dagmar Ingrid Hagelin, de 17 años. A. L.

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