CRíTICA teatro
Un soplo de luz escénica
Carlos GIL I
Un mundo de pobreza, solidaridad, incomprensión, dolor, mostrado a través de dos personajes que se cruzan, se potencian, se complementan y que simbolizan dos estadios vitales: el crepuscular y el de la epifanía a la realidad. La vejez, los tiempos finales, la llegada hacia ese destino ineludible, pero realizado, a la vez, desde la lucidez, es decir desde la voluntad de no padecer, de no convertirse en el mejor vegetal. Frente a la anciana terminal, el joven que descubre su auténtico pasado, que se enfrenta a la realidad más cruel, más difícil, menos apropiada para adoptar una postura realmente digna. Y el milagro sucede: se logra fundir los dos deseos, sin eludir la fatalidad, se aproxima a un final iluminado por una suerte de justicia universal.
Quizás los subtemas de la obra marquen la diferencia. La religión, la convivencia multicultural, la pobreza, la soledad, la vida y la muerte, el compromiso y el olvido, pero todo ello quedaría en un plano lejano si no fuera por la magnífica propuesta escénica. Por ser un texto limpio, en espiral, adaptado por Xavier Jaillard a partir de una traducción de Josep Maria Vidal, a una puesta en escena pulcra, casi científica de José María Pou en un espacio escénico realista, pero muy sugerente de Llorenç Corbella donde se mueven la soberbia Concha Velasco en una de sus grandes interpretaciones, medida, controlada, cercana y sublime, frente al joven Rubèn de Eguia, en un papel dificilísimo de controlar y graduar, jugando con muchos resortes, capaz de acaparar toda la luz escénica en los momentos importantes, perfectamente acompañados ambos por Carles Canut y José Luis Fernández en dos papeles secundarios de gran enjundia. Todo en su conjunto deparan una buena obra de teatro, en donde la interpretación está apoyada por todos los elementos y en donde las emociones transitan de manera fluida y apropiada para captar la atención de los espectadores.
Un mundo de pobreza, solidaridad, incomprensión, dolor, mostrado a través de dos personajes que se cruzan, se potencian, se complementan y que simbolizan dos estadios vitales: el crepuscular y el de la epifanía a la realidad. La vejez, los tiempos finales, la llegada hacia ese destino ineludible, pero realizado, a la vez, desde la lucidez, es decir desde la voluntad de no padecer, de no convertirse en el mejor vegetal. Frente a la anciana terminal, el joven que descubre su auténtico pasado, que se enfrenta a la realidad más cruel, más difícil, menos apropiada para adoptar una postura realmente digna. Y el milagro sucede: se logra fundir los dos deseos, sin eludir la fatalidad, se aproxima a un final iluminado por una suerte de justicia universal.
Quizás los subtemas de la obra marquen la diferencia. La religión, la convivencia multicultural, la pobreza, la soledad, la vida y la muerte, el compromiso y el olvido, pero todo ello quedaría en un plano lejano si no fuera por la magnífica propuesta escénica. Por ser un texto limpio, en espiral, adaptado por Xavier Jaillard a partir de una traducción de Josep Maria Vidal, a una puesta en escena pulcra, casi científica de José María Pou en un espacio escénico realista, pero muy sugerente de Llorenç Corbella donde se mueven la soberbia Concha Velasco en una de sus grandes interpretaciones, medida, controlada, cercana y sublime, frente al joven Rubèn de Eguia, en un papel dificilísimo de controlar y graduar, jugando con muchos resortes, capaz de acaparar toda la luz escénica en los momentos importantes, perfectamente acompañados ambos por Carles Canut y José Luis Fernández en dos papeles secundarios de gran enjundia. Todo en su conjunto deparan una buena obra de teatro, en donde la interpretación está apoyada por todos los elementos y en donde las emociones transitan de manera fluida y apropiada para captar la atención de los espectadores.