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CRíTICA teatro

Desafinados

Carlos GIL        

Florence Foster Jenkins representa la fuerza de la obsesión como motor de un destino labrado con constancia y abstracción. Considerada la peor cantante del mundo, su persistencia y una herencia la llevaron a realizar cientos de conciertos y a tener una suerte de incondicionales que quizás encontraban en ella, la otra parte del mundo rutilante de la lírica. Este personaje se nos muestra con una única cara: la de la mujer que canta mal, que es incapaz de escuchar el tono, que desafina pero que actúa y llena salas. No se explica bien la reacción de sus públicos, la parte de crueldad de esos asiduos o si fue, para entendernos, la primera friki del mundo del canto lírico.

Junto a ella otro personaje tan derrotado o más, el pianista Cosme McMoon, que es además el narrador de la historia y que representa al talentoso músico que sabe de la incapacidad congénita de su empresaria, pero que se mantiene junto a ella durante doce años porque le proporciona seguridad, actuaciones, un salario. Otro tipo de malversación de una vida y unas capacidades. Entre estos dos personajes se monta un espectáculo que tiene una reiteración de esquemas, que se nos antoja está excesivamente estirado.

Queda todo fiado a un texto ligero, unas canciones, destripadas, donde el punto de vista del espectador es importante, una sucesión de cuadros y la actuación, ya que la dirección y puesta en escena no parecen muy significativas, donde los actores están jugando al límite de sus posibilidades, por lo que en ocasiones no llegan a la altura de lo que se les reclama, aunque siempre resuelven con dignidad, aunque un poco desafinados.

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