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Borja Barragué Calvo I Investigador de Filosofía del Derecho de la UAM

La actualidad del keynesianismo (en la muerte de Paul A. Samuelson)

Me gustaría llamar la atención sobre el programa con que insisten desde la ecología política y que, como todas las ideas potentes, es seductoramente simple: vivir con menos. «Menos trabajo, menos energía, menos materias primas»

Paul A. Samuelson, probablemente el economista más brillante del siglo XX y premio Nobel en 1970, murió el pasado domingo en su casa de Belmont, Massachussets, a los 94 años de edad. El fallecimiento fue anunciado por el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT), del que era profesor desde 1940 y cuyo Departamento de Economía convirtió en referente mundial al lograr que economistas de la talla de Robert Solow, Franco Modigliani, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, todos ellos galardonados posteriormente con el Nobel, se unieran a la Facultad. Pero de Samuelson se ha dicho que fue no sólo, y seguramente, el economista más notable del siglo pasado, sino también «el último gran keynesiano».

En uno de sus últimos artículos, que titulaba «Recuerden a los que frenaron la recuperación estadounidense», Samuelson afirmaba que tras el gran desplome del mercado de valores de octubre de 1929, el presidente republicano Herbert Hoover y su ministro de Hacienda Andrew Mellon «cometieron la estupidez de oponerse a los macroprogramas públicos de estímulo económico rápido». A pesar de que la ciencia económica ha progresado mucho desde entonces, continúa en su artículo, es lamentable que el equipo económico de Obama todavía se vea constreñido y estorbado por la oposición republicana del Congreso para la aprobación de programas de estímulo económico. En este punto, sin embargo, creo que la preocupación de Samuelson es exagerada. Y es que dos de sus más aplicados y premiados discípulos, P. Krugman y J. E. Stiglitz, comparten sin apenas fisuras la opinión de que las ideas de Keynes siguen siendo relevantes.

Por decirlo con las palabras del propio Stiglitz, la cuestión para ambos estriba en la disyuntiva entre «estimular o morir». Dado que los brotes verdes de la recuperación económica que muchos advirtieron el pasado verano parecen haberse marchitado, para muchos se impone la reflexión acerca de si ha fracasado la política del nuevo New Deal. En efecto, ¿se ha demostrado la impertinencia de la teoría económica keynesiana luego de ser puesta de nuevo a prueba? Las respuestas de Krugman y Stiglitz siguen la dirección previamente apuntada por Galbraith y Samuelson: ante la mayor catástrofe económica desde la Gran Depresión, es mucho más arriesgado hacer demasiado poco que hacer demasiado. El Gobierno de Obama está ciertamente preocupado por el hecho de que el porcentaje de desempleados en los Estados Unidos es superior al 10%. Pues bien, en criterio de Stiglitz, ocurre que en realidad «no debería estarlo», pues el verdadero problema es que el impacto de la crisis financiera fue tan fuerte que el volumen del programa de estímulo fiscal de Obama, aparentemente enorme, se ha revelado insuficiente. Por el contrario, economistas como Walden Bello sostienen que para resolver nuestros problemas actuales lo que se precisa no es una segunda ronda de keynesianismo, sino que necesitamos a nuestro propio Keynes. Es decir, una teoría económica que afronte no sólo los problemas derivados de las situaciones en que una economía capitalista alcanza un equilibrio con tasas significativas de paro, sino también los relacionados con los límites medioambientales y de recursos del planeta.

En un artículo publicado por este mismo periódico el pasado 4 de agosto, Bello identificaba precisamente tres de las principales limitaciones del keynesianismo en el contexto actual: 1) la extraordinaria internacionalización de la economía, lo que provoca que los planes de estímulo de tipo keynesiano que pretenden actuar como multiplicador del consumo tengan un impacto significadamente menor; 2) el crecimiento de las diferencias entre Norte y Sur, que reclama una reestructuración de las relaciones entre los países ricos y la periferia global, y 3) el capitalismo a la Keynes pospone, más que ofrece, una solución a las contradicciones internas del sistema. Si bien comparto en lo fundamental la crítica de Bello en lo referente a la inadecuación de una segunda ración de keynesianismo para la coyuntura de crisis presente, su insistencia en la idea de un crecimiento sostenido que, gracias a una «reforma estructural radical», consiga resolver nuestros problemas procurando un uso más eficiente de los recursos me parece una crasa equivocación.

Siempre se me ha antojado una incongruencia que Stiglitz, siguiendo también en esto a Galbraith, para quien «el nivel, la composición y la extrema importancia del Producto Interior Bruto están en el origen de una de las formas de mentira social más extendidas», denuncie el «fetichismo del PBI» al tiempo que propone como única salida a la crisis el aumento del consumo. En estos días en los que en Copenhague se debate sobre la justa distribución de las emisiones futuras de CO2, y donde países pobres y ricos mantienen, como era previsible, criterios distintos, el principio utilitarista de actuar sin hacer daño puede aspirar legítimamente a ser un principio unificador. Pero, y concluyendo ya, aquí me gustaría llamar la atención sobre el programa con que insisten desde la ecología política y que, como todas las ideas potentes, es seductoramente simple: vivir con menos. «Menos trabajo, menos energía, menos materias primas».

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