Siempre nos queda Dubai. Cuando uno no sabe de qué hablar, mira hacia Dubai y encuentra motivos para escribir mil caracteres con espacios sin respirar y casi de espaldas. El rascacielos recientemente inaugurado con más de ochocientos metros de altura debería servir de inspiración para ornitólogos, fontaneros, filósofos de salón y sociólogos de cabecera. Los arquitectos, ingenieros y urbanistas simplemente pueden aplaudir o llorar. La simbología que inaugura este monstruo forma parte del nuevo paradigma del poder. Una ciudad en vertical es una opción que deja las recetas ecologistas clásicas estancadas en el plan general.

Cayeron a principios de una década unas torres gemelas y crece una torre que sube hasta el paraíso de las huríes para abrir la segunda década de un siglo en el que la ingeniería va a colocar al ser humano en la recámara de la insignificancia. Mirar hacia el cielo y encontrarse con estructuras metálicas y de cristal que reflejan el universo, donde las nubes se convierten en collares a quinientos metros de ese mundo encerrado, empaquetado, donde existirá de todo, menos el alma perdida de los poetas cojos. ¿Resistirán estas estructuras gigantescas al paso de los siglos y competirán en el futuro con los espacios mortuorios de los faraones? Es imperialismo global, mensajes aplastantes. Y el coste de su construcción es una cifra inabarcable, insultante, y los obreros han sido explotados de la manera más salvaje.

Pero lo celebramos, sabemos más de su construcción, de su inauguración que del lugar donde está implantado y de sus habitantes no pertenecientes a la monarquía absolutista reinante. Vemos la fotos de los emires y nos parecen seres reconocibles, primos lejanos. Pero la sombra de ese monstruo se desparrama sobre una realidad social insostenible. Huele a petróleo, ese magma negro que tiñe todo de sangre coagulada. Y las televisiones estaban allí, y según la propaganda estamos ante un mundo emergente, un lugar rescatado al desierto. La lucha del hombre poderoso junto a los sabios y científicos contra los dioses y la naturaleza. Es fascinante, cierto, pero sobrecoge simplemente pensar en abrir la ventana en el piso doscientos.