OBITUARIO | Eric Rohmer
Las nuevas y las viejas olas tenían en él al maestro de la sensibilidad
Mikel INSAUSTI
Para los que hemos seguido la carrera de Eric Rohmer desde sus comienzos, gracias a que «La rodilla de Clara» ganó la Concha de Oro en el Donostia Zinemaldia en 1971, su pérdida equivale a tener que constatar que a la nouvelle vague también le ha llegado su hora. Por un momento, cuando el de Nancy realiza hace quince años «Les Rendez-Vous de Paris» pudimos sentir que aquel movimiento todavía tenía vigencia, y que el rodar con una cámara de 16 mm entre la gente que camina por una ciudad eterna es una acto instintivo sin fecha de caducidad. Sin embargo, los años no perdonan y parte de la crítca arremetió contra el viejo Rohmer en su etapa postrera, dándole por muerto antes de tiempo.
Por «La inglesa y el duque» le tacharon de políticamente reaccionario, y tampoco se libró de las descalificaciones su obra póstuma «Los amores de Astrée y Céladon». La memoria es flaca y quienes se apresuraron a enterrar al cineasta procedente de la rupturista escuela crítica de André Bazin olvidaban que siempre ha tenido una vertiente teatral muy curiosa, que afloró ya en sus primeras adaptaciones literarias, y si por algo destacaban «La Marquise d'O» o «Perceval Le Galois» era por su rara fidelidad al texto original, conjugada con el gusto por una escenografía deliberadamente arcaica.
No cabe duda de que de esas lecturas antiguas le venía su pasión por la palabra. La diferencia estaba en que el recitado en verso de tales obras culteranas se volvía pura expresión coloquial en sus películas contemporáneas. A Rohmer le debemos la aceptación del cine dialogado como algo natural, porque en otros autores lo discursivo puede llegar a resultar anticinematográfico por el exceso de información que conllevan las conversaciones escritas en un guión previo. En cambio para el autor de «Comedias y proverbios» el retratar a personas hablando forma parte de las propias situaciones planteadas. La gente que habla pertenece al paisaje, a lo visual, y lo que dicen se integra dentro de las localizaciones y la ambientación. El espectador no tiene que prestar, por tanto, toda su atención al contenido de los diálogos, sino contemplarlos como se admira un rostro en primer plano, ya que en el fondo resultan igual de descriptivos o elocuentes.
En el cine de Rohmer los parlamentos definen a los personajes en su descripción, así que la expresión verbal resulta vital para entender su comportamiento. La coloquialidad como eje de las películas de Rohmer las dotaba de una agilidad especial, de una soltura única, al no depender del significado de cada frase, de cada enunciado. Un método naturalista que quedaba plasmado a través de la sencillez narrativa basada en un empleo de la cámara muy minimalista, de acuerdo con unos planteamientos de producción austeros.
Rohmer aprendió de la nouvelle vague el sentido de la autonomía de movimientos, de lo que ahora se denomina independencia. Así creó su productora Les Films Du Losange, que le ha permitido hacer siempre las películas que quería y cómo quería. Es de los que no le ha importado que sus películas quedaran relegadas a los circuitos minoritarios y a las programaciones de los cine-clubs. Sus pequeñas grandes creaciones están llenas de una sensibilidad especial, de instantes llenos de vida. La comedia de Rohmer, así como su melodrama o lo que prefiere denominar «cuento moral», se distingue de la pauta genérica que siguen los demás por su delicadeza. Es lo que diferencia al miniaturista de los que producen películas a gran escala perdiendo la pasión por el detalle.
Si uno lee la sinopsis de cualquiera de los títulos que componen el ciclo «Comedias de las cuatro estaciones» pensará que en esas películas realmente no pasa nada, o que cuanto ocurre es trivial e intrascendente. Y he ahí la constante sorpresa del cine de Rohmer, porque de un mínimo esquema argumental era capaz de extraer la verdad de las relaciones personales y sus sentimientos, cuando no daba con el meollo interno de la soledad. Estoy pensando en la protagonista de «El rayo verde», que encontraba en la contemplación de ese raro fenómeno en el horizonte marino, al que pocos tienen la suerte de asistir, la magia de la plenitud de una sensación, de una imagen irrepetible.