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Patxi Zamora periodista

La Iglesia católica: un azote sectario contra la sociedad

El autor se muestra contundente desde el inicio al retratar al Vaticano como «el muro por antonomasia de la intransigencia, la censura, el machismo, la represión, la violencia, la usura y la opulencia». Para apuntalar tal premisa reúne multitud de ejemplos, hechos y declaraciones, que dibujan a la Iglesia católica como una «monarquía absolutista» que pretende influir en la sociedad a través de la intervención de unos seguidores que cada vez son menos en número, pero más radicales en sus preceptos.

Hipócritas con y sin sotana se han afanado en avergonzar a la historia celebrando el aniversario de la «caída del muro de Berlín». La mayoría de los políticos y de los medios de comunicación han aprovechado la efeméride para pedir responsabilidades a progresistas que hoy luchan por un mundo mejor, obviando realizar parecidos paralelismos con los actuales dirigentes del mundo occidental, a quienes sí se pueden imputar guerras y conflictos sufridos en las últimas décadas.

Nunca más deberían levantarse muros, la humanidad debería aprender la lección y también derribar el que construye Israel contra el pueblo palestino, el de la frontera del Estado español en el norte de África o el que separa México de EEUU. Pero uno de los grandes muros creados por la humanidad sigue inexpugnable, el muro por antonomasia de la intransigencia, la censura, el machismo, la represión, la violencia, la usura y la opulencia encarnado en el Vaticano. En el Estado Vaticano no hay separación de poderes ni democracia ni ciudadanos ni mucho menos ciudadanas. Posee una historia insuperable en cuanto a cruzadas, conquistas, genocidios culturales y abusos sexuales.

Mantiene un inmenso poder a pesar de que sus seguidores sean muchos menos, aunque más radicalizados, y ya no movilice a la mayoría de la población, como ocurría hasta hace pocos años. Cuando habla la historia debe callar la teología, de ahí el drama de los seguidores de un Jesús de los pobres, cuyo valiente compromiso social en ésta su misión terrenal, lava la cara de los arrogantes purpurados de la curia romana, que a su vez los censura y desprecia.

El objetivo de cualquier democracia republicana debiera ser fomentar el ateísmo y el agnosticismo para preservar la libertad de conciencia, respetando las creencias particulares de cada individuo. Porque la historia se repite y cíclicamente los inquisidores católicos vuelven a su cruzada de intimidación y castigo de los disidentes, con métodos copiados, pero nunca superados, por los distintos regímenes totalitarios.

Rafael Termes, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y ex banquero del Opus Dei, defiende con honradez que la Iglesia no es una institución democrática porque su fundador quiso que fuera jerárquica: «La democracia, el voto no sirve para la verdad revelada, cuya declaración y conservación Jesucristo confió en exclusiva al colegio apostólico y a sus sucesores». La Iglesia católica es una monarquía absolutista. El soberano es elegido por los clérigos más relevantes y desde ese momento se convierte, según su propia doctrina, en la voz de dios en la tierra. Dios departe con el Papa, éste transmite lo convenido a sus pastores y éstos lo ponen en conocimiento de su rebaño, cuyas ovejas deben obedecer bajo la amenaza del «fuego eterno».

Pío XII había adelantado por radio en 1939 que España «una vez más había dado a los profetas del ateísmo materialista una noble prueba de su indestructible fe católica». El Opus nació en España con Franco y en Italia con Mussolini. Su fundador J.M. Escrivá se convirtió en asesor espiritual del «Caudillo». El Episcopado español definió la iniciativa de Franco como «teológicamente justa» y el entonces obispo de Iruñea, el salesiano M. Olaechea, dejaba claro que «es una cruzada y la Iglesia no puede menos de poner cuanto tiene a favor de sus cruzados». Escribía Pablo Antoñana sobre los curas-maestros de la época que «cubrieron nuestra conciencia de miedos y desasosiegos, con la sombra del pecado mortal, contra la lectura, el baile agarrao...», al mismo tiempo que cantábamos ese que decía: «Dios bendiga tu grandeza y a tu Fürer imperial».

El jefe de la Iglesia católica en el Estado español, Monseñor Rouco, declaró (22-11-2009) que «es imperiosamente necesaria la presencia de los católicos en la política». Este año se han llevado a cabo 28 actos y misas en catedrales o iglesias en honor a Franco; en Radio Intereconomía, vinculada a la Iglesia, se realizó un programa ensalzando a J.A. Primo de Rivera y en la Universidad San Pablo CEU, que sirve a los mismos intereses, se presentó (con más de 20 sacerdotes en el acto) el libro «Valle de los Caídos, ni presos políticos ni trabajos forzados», editado por Fuerza Nueva, que afirma: «Había muchos obreros que no vivían tan bien como los reclusos trabajadores» o que estos «cobraban más que los guardas».

Decía el filósofo Aranguren, reconocido creyente, que la vanguardia religiosa viene a coincidir con la retaguardia cultural. La afirmación se queda corta si escuchamos las declaraciones de los máximos responsables de la iglesia católica: según «Abc» (29-3-96) Juan Pablo II apoyaba «al feminismo» porque llega «incluso a pedir su presencia (la de la mujer) en la formación de los futuros sacerdotes». En la misma exhortación, «Vita Consacrata», el Papa hablaba sobre el valor de la castidad, la pobreza y la obediencia. Benedicto XVI, en una carta al arzobispo de Washington DC, Theodore Edgar McCarrick, sentenciaba: «Puede haber una legítima diversidad de opinión entre católicos respecto a ir a la guerra y aplicar la pena de muerte, pero no, sin embargo, respecto del aborto y la eutanasia». El arzobispo de Valencia, Agustín García Gasco, escribía que «la madre que dedica toda su persona al crecimiento de sus hijos es el modelo más perfecto de sociedad». En las aulas de la Universidad de la Iglesia de Navarra, del Opus Dei, se predica que «quien se case con una mujer que no sea virgen es tonto, porque eso es tanto como casarse con una mujer de segunda mano». Fernando Sebastián, ex arzobispo de Iruñea, decía sobre la ley que regula el matrimonio de homosexuales: «Podríamos encontrarnos con una verdadera epidemia de homosexualidad, fuente de problemas psicológicos y de frustraciones» a lo que Rouco añadía «uniones de todo tipo quebrarán la Seguridad Social». Sebastián cree que «la democracia es insostenible si no está sustentada por unos principios morales iluminados por la revelación divina». Antonio Cañizares, prefecto para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, ante el Plan Ibarretxe, pidió a los fieles que «oren por España y su unidad» pues «negar la soberanía de España no sería prudente ni moralmente aceptable. Si España dejase de ser católica, dejaría de ser España». Los poseedores de la «única religión verdadera» pretenden dar una imagen de tolerancia con quienes no comparten su fe, para acabar contradiciéndose, como el portavoz de la Iglesia española, Martínez Camino: «no todo vale en el diálogo interreligioso...no se puede dar la impresión de que una fe es igual que otra».

¿Subvencionaría un estado democrático a estos fanáticos para que educasen a las próximas generaciones?

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