Antonio Alvarez-Solís periodista
Las enseñanzas de Otto y Fritz
Por mucho que se empeñen sus defensores, el capitalismo no tiene solución posible. La deriva neoliberal lo ha hecho inviable. Alvarez-Solís hace en este artículo una brillante genealogía de cómo ha llegado a este punto, para confluir con Schumpeter en que ésta es «la hora del socialismo real; la hora de lo público y de la verdadera democracia».
En tiempo de la dictadura hitleriana el sarcasmo de sus enemigos les llevó a la creación de dos personajes risibles que representaban la rigidez de la inteligencia alemana. Se llamaban Otto y Fritz y sus cómicas paradojas hicieron las delicias de medio mundo. Una de ellas permaneció en mi recuerdo merced al provecho analítico que me facilitaron, aparte de lo que aprendí como lector constante de John Maynard Keynes y Joseph Schumpeter. En cierta ocasión Otto y Fritz decidieron construir un automóvil con las piezas que iban sustrayendo de la fábrica de artillería en que trabajaban dentro de la industria de guerra alemana. Llegado el momento de montar el vehículo trabajaron varias noches afanosamente a fin de lograr su vehículo clandestino, pero una vez y otra del ensamblaje de las piezas robadas no salía un coche sino un cañón antiaéreo. Aparte de lo que aprendí con los señores Keynes y Schumpeter he de confesar que solamente Otto y Fritz me llevaron al convencimiento de que la reconstrucción o arreglo de cualquier aparato o sistema no es posible si no se usan las piezas tradicionales diseñadas para tal tarea. Y cuando esas piezas han sido dañadas o destruidas por el tiempo o el mal uso la reconstrucción se torna imposible.
Pues bien, durante los últimos días líderes mundiales como Obama o Sarkozy, a los que siguen epígonos de diversos países, incluido el Sr. Zapatero -agnóstico que dirigirá el rezo matinal de una de las sectas religiosas más reaccionarias de Norteamérica entre las que apoyan al capitalismo-, se esfuerzan por regenerar el capitalismo tras la gran catástrofe que está sufriendo. Incluso se ha celebrado un meritorio seminario en Bilbo con un interrogante inicial muy expresivo: «¿es posible refundar el capitalismo?». El Sr. Sarkozy ha llegado a predicar muy seriamente que «la profesión de banquero no es la de especular sino la de financiar la economía», tras lo que añadió una frase que me ha producido una renovada perplejidad, como es la de asegurar que la reparación del capitalismo «no es cuestión de liberalismo ni de socialismo, ni de derechas ni de izquierdas, sino que es una necesidad». ¿Pero una necesidad para quién? ¿Es una necesidad para capas cada vez más reducidas que acumulan una riqueza socialmente improductiva o es una necesidad con verdaderas dimensiones populares? Me da la impresión, dicho ya de inicio, que todos estos señores están intentando, como Otto y Fritz, fabricar un coche popular y democrático con piezas que proceden de la vieja fábrica de artillería del capitalismo, con lo cual seguirán produciendo un cañón e ignorando además la primera página del conocido tratado de economía del Sr. Samuelson en que plantea una cuestión muy simple: que hay que elegir entre los cañones y la mantequilla, entre el poder excluyente impuesto como paradigma y la discreta confortabilidad social como objetivo; entre los menos, que al parecer se han quedado con alma, corazón y vida, y los más, que se envuelven en los harapos de una irrisoria lógica impuesta con alevosía.
El capitalismo murió cuando agotó las fórmulas del Sr. Keynes tras la última guerra mundial, en que se instauró el capitalismo financiero del neoliberalismo, que se quebró como propuesta moral al decidir que solamente había una mercancía que le interesaba, el dinero, pero no como medio y signo de intercambio y crecimiento de la economía real sino como bien en sí mismo. El mito del rey Midas se hizo realidad y el hambre creció exponencialmente. Para ello se desposeyó al Estado liberal de sus últimos subterfugios éticos -aunque fueran muy evanescentes y utilizados para el camuflaje de las verdaderas pretensiones de la clase dominante- y se acabó descaradamente transformado ese Estado en activo de las grandes compañías financieras y de los prohombres que las dirigían con su moral correspondiente, esto es, con una decidida inmoralidad social. Todos los estados fueron separados de sus naciones y entregados al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial, a la Reserva Federal Americana o a tantos otros organismos, ya sociales ya culturales, tutelados por los duros y decisivos poderes que gobiernan el planeta al margen de los procesos electorales. Lo privado creó su propia mitología como único modo de crecimiento y el lenguaje, en primer lugar el estadístico, fue modificado violentamente como fórmula insoslayable de comunicación. El dinero dejó de ser un producto social para el menester del intercambio y se tradujo a volumen de poder para la dominación del mundo. Ahí inició su raid vertiginoso el neoliberalismo del Sr. Friedman y de los Chicago Boys, sistema colonial que se apoya en la intelectualidad de una universidad clasista y en unos expertos comprometidos con la minoría excelsa o, finalmente, en unas intervenciones militares que arrasaron la vía democrática en Latinoamérica o el suroeste oriental. La pobreza creció en muy pocos años, pero lo hizo prácticamente invisible tras los núcleos centrales granciudadanos poblados por una burguesía con pies de barro que ahora está siendo devorada en silencio por una riqueza que se encarna en unas minorías cada más reducidas y hacia las que, pese a todo, miran aún como ejemplo no pocos trabajadores poseídos por una visible alienación que, a su vez, justifica consecuentemente todas las violencias liberadoras que empiezan a poblar el universo concienciado por las necesidades urgentes.
Con una voluntad maligna se fue descalificando la alternativa democrática del colectivizante sector público en pro del funcionamiento superior de lo privado -las privatizaciones depredadoras del largo ahorro monetario debido a los duros y crueles trabajos de la sociedad trabajadora- y toda posibilidad de resurrección de las masas fue condenada merced a doctrinas como las del Sr. Fukuyama, el japonés de Washington, que resumió en su grado más hiriente las teorías de que la historia humana había finalizado su evolución y que lo que quedaba por resolver eran simples dificultades técnicas. La moral profundamente humana fue presentada como agua que ya no pertenecía al río que nos lleva y todo afán crítico fue recluido en muchos casos en el ámbito penal, como sucede con los nacionalismos que quieren rescatar una economía orgánica en que se integren, dentro de la territorialidad dominada por la calle, las capas productoras, el mecanismo financiero y los consumidores nacionales para resolver el grave problema de un subconsumo creciente, horno en que se cuecen el paro o el empleo degradante. En esa nueva economía controlada democráticamente por su proximidad y su juego institucional profundamente ciudadano -instituciones de contacto horizontal y no vertical, como en el presente- los capítulos fundamentales del crecimiento, como las energías, el suelo y los bienes culturales y sociales básicos han de pasar al control público de una calle que habrá de recobrar con ello el auténtico valor de la soberanía.
Cuando los grandes dirigentes occidentales y sus servidores en el tercer y cuarto mundo hablan de recuperar el capitalismo emplean un lenguaje que trata de superar su muerte inevitable mediante unos ejercicios espirituales que son ya impracticables en ese capitalismo agusanado. El capitalismo especulador se ha concentrado hasta morir bajo su propio peso neoliberal y todo lo que se quiera reconstruir recuperando las viejas piezas del liberalismo económico sólo pueden conseguir que la nueva máquina sea el cañón de Otto y Fritz. Hagan lo que hagan esta es, como decía Schumpeter, la hora del socialismo real; la hora de lo público y de la verdadera democracia.