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Raimundo Fitero

Biológicos

La tozuda realidad nos informa de que «Documentos TV» que emite La 2 los sábados, tiene una paupérrima audiencia aunque trate asuntos de tanto interés social como son los casos de personas que descubren que son hijos adoptados y desean conocer a sus padres biológicos. Con el título de «Quiénes son mis padres?» se fueron concatenando testimonios de personas de varias edades que después de conocer su auténtica filiación biológica han deseado conocer a sus progenitores químicos y físicos. Uno de ellos argumentaba algo bastante curioso: «si un hijo de famoso tiene el derecho de saber quién es su padre verdadero y puede exigir una prueba de paternidad, ¿por qué yo no puedo saber quiénes han sido mis padres biológicos?».

De los casos que se mostraron habían unas constantes: instituciones religiosas, secretismo, ocultación de archivos y hasta pérdida o destrucción de papeles fundamentales. La mayoría de las ocasiones, por lo que se intuye, son mujeres que parieron en una casa cuna regida por religiosas, cuyo hijo se dio a la adopción. Es lo que antes conocíamos por la Inclusa, o este estigma social que era apellidar a los que no tenían paternidad reconocida como Expósito. Rasgos de una época, de unas costumbres, de unas supuestas vergüenzas que se han ido trasladando en el tiempo y que siguen provocando desajustes emocionales, terror, una especie de desarraigo que se disfraza con una poco científica llamada de la sangre, que no es nada más que los ecos de una sociedad basada económicamente en la transmisión hereditaria de bienes y propiedades.

Parece que es uno de los terrores que sufren los niños y jóvenes: cree que no es hijo «de verdad» de sus padres. Y quizás haya que empezar a realizar campañas de educación al respecto, porque tenemos una generación bastante poblada por niños adoptados que tienen, además, una diferenciación a primera vista: su piel, el color, los rasgos, y no se puede inducir a la depresión a tantos jóvenes. Lo biológico puede ser fruto de un accidente, de un segundo. La paternidad responsable es una dedicación constante, una prueba de amor más allá del código genético y más acá del orden familiar.

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