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Eszenak

El extraño caso del doctor Chejov

Josu MONTERO

Escritor y crítico

Tolstoi estaba convencido que el teatro de Chejov no valía nada, que sus comedias eran inmorales pues nunca ofrecían una solución a los acuciantes problemas de la existencia. A pesar de ello, a ambos escritores les unía una honda e inquebrantable amistad. Su editor de toda la vida, Suvorin, echaba en cara a Chejov la objetividad de sus obras, que traía aparejada -le acusaba- indiferencia en relación al bien y al mal. Y precisamente este es el rasgo que hace de Chejov -a pesar de su escasa producción dramática- un autor recurrente en los escenarios; ahí estriba en gran medida su modernidad. «Dejemos que los jurados les juzguen. Mi función sólo consiste en mostrar cómo son»; Chejov no toma partido, es un testigo imparcial, siente aversión a moralizar; él, que en su vida cotidiana fue tan buena gente. Sus personajes sí, claro, hablan y opinan sobre lo divino y lo humano, pero él no da la razón ni la quita, es un escritor que nunca hace comentarios. «Mi deber es distinguir lo realmente importante de lo que no lo es; eso y saber hablar el lenguaje de los personajes». Pero también aquí se halla la razón por la que es tantas veces mal representado: Chejov no juzga, pero los directores y/o los actores muy frecuentemente sí lo hacen. El caso es que Chejov tuvo por este motivo problemas con su director fetiche, Stanislavsky. ¿Es posible que un director o un actor no juzguen a sus personajes?

Pero Chejov es moderno también por otros rasgos de su escritura: inicio y final se desdibujan, evita o rebaja el dramatismo y los clímax, huye del énfasis, coloca los pequeños detalles en el centro, y también, muchas veces, el silencio y la inacción. Practica con décadas de adelanto la famosa teoría del iceberg de Hemingway: lo esencial sucede casi siempre subterráneamente. Por eso, sin él el teatro -y la narrativa- no serían hoy lo que son, sin esa cálida frialdad de su estilo, que no es sino un finísimo estilete. «Lo esencial es trabajar toda la vida sin cesar. Pero hay que ponerse a escribir sólo cuando uno se siente frío como el hielo». Hay críticos que han asociado esa maestría con la objetividad a su profesión de médico, un médico para el que la literatura era una amante a la que -pensaba- no tardaría en dejar; pronto la tuberculosis, que le mató a los 44 años, le obligó a abandonar la medicina. Murió en 1904, y este año se cumplen los 150 de su nacimiento, ya que vino al mundo en la aldea de Taganrog el 17 de enero de 1860. Su vida y su obra han sido abordadas por muchos estudiosos, pero pocos con la lucidez de dos escritoras bien diferentes: Irene Nemirovsky y Natalia Ginzburg.

Casi un siglo antes, en 1777, nació en Alemania un autor radicalmente distinto: Heinrich Von Kleist, romántico y maldito, espíritu atormentado considerado por algunos como el padre del drama psicológico moderno, y que sin embargo es menos recordado por sus dramas que por algunas de sus finas comedias, como la que para muchos es la mejor comedia en alemán: «El cántaro roto», que escribió en 1808, sólo tres años antes de su legendario suicidio a dúo. Kleist se ubica entre los románticos clásicos como Goethe y Schiller y un romántico crepuscular de vida también brevísima y excesiva como Georg Büchner. Pentación ha optado esta vez por adaptar la novela más conocida de Kleist: «La marquesa de O», y la sube hoy y mañana a las tablas del donostiarra Victoria Eugenia con dirección de Magüi Mira.

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