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Operaciones de rescate para un sistema que hace aguas en lo económico y en lo político

Rescate. Ésta ha vuelto a ser la palabra más escuchada esta semana. Primero fueron bancos y sociedades financieras de todo tipo las que reclamaron el salvavidas estatal. Después, sectores productivos considerados estratégicos, como la automoción o la construcción. Y ahora ya son países enteros los que piden socorro. El caso de Grecia ha creado una situación insólita que pone a prueba a la Unión Europea, abocada a demostrar si es o no una familia de estados solidarios.

De momento, los gobiernos estatales se declaran verbalmente abiertos a cooperar con fondos propios. Para algunos será la enésima operación de rescate derivada de esta crisis global. Las cantidades invertidas para tapar agujeros, sobre todo en ese epicentro del cataclismo que ha sido el sistema financiero, alcanzan dígitos nunca vistos y ponen en tela de juicio esa afirmación de primer curso de economía de que la riqueza es un bien escaso. El problema, cada vez está más a la vista, no es de escasez, sino de reparto.

Incidir en cuestiones tan evidentes había sido descalificado hasta ahora desde el fundamentalismo neoliberal como hacer demagogia. Pero ahora son personas tan poco sospechosas como Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en 2001, quienes desmontan ciertas falacias erigidas en tótems incuestionables durante mucho tiempo. Stiglitz ya había dicho antes del estallido de la crisis que «los mercados sin trabas, a menudo, no sólo no alcanzan justicia social, sino que ni siquiera producen resultados eficientes». Ahora pone el acento en otra constatación palmaria: que los gobiernos se han convertido en rehenes de la banca y sus desmanes. «Han tomado un nuevo papel: el de asumidor del riesgo en última instancia. Cuando los mercados privados estaban a punto de la quiebra, todo el riesgo se trasladó al Gobierno», recuerda Stiglitz. Más claro aún; acusa a los bancos de «colocar la punta del revólver contra nuestras sienes» para amenazar con que, si no se les resuelven sus problemas, «van a matar a toda la economía».

La red de seguridad y el tejido social

La pregunta que se hace lógicamente el común de los mortales es por qué esos mismos gobiernos no tienen los mismos planes de rescate multimillonarios para sus Seguridades Sociales, para sus jubilados o para sus parados, en un momento en que se calcula que 170 millones de personas se han quedado sin trabajo en todo el mundo tras el crash del sistema. Volvamos a Stiglitz: «La red de seguridad debería estar ahí para proteger a los individuos, pero se extendió a las corporaciones en la creencia de que las consecuencias de no hacerlo serían demasiado horribles. Y una vez extendida, va a ser difícil re- tirarla ahora».

En el Estado español, ya se constata que los sectores más desfavorecidos no dispondrán de un flotador al que agarrarse ante la zozobra, sino al contrario: gana enteros la idea de que tendrán que ser usados como la tabla de salvación para que no se vayan a pique bancos, empresas... y la propia Seguridad Social.

Pero no cabe llamarse a engaño. Si los gobiernos tienen esas prioridades tan distorsionadas es porque sienten como poderes fácticos a eso que Stirglitz llama «las corporaciones» y no a la ciudadanía en general. Debería ser, por tanto, hora de autocrítica en todo eso que forma el llamado tejido social, cada vez más deshilachado. En el Estado español, por ejemplo, no escandaliza que UGT y CCOO compartan mesa y mantel con la patronal y el Gobierno. Y ahora también, en el colmo del cinismo, con el Rey. Pero en Euskal Herria sí es posible empujar desde abajo, y así lo entiende su mayoría sindical. La confrontación -a nivel movilizador, a nivel ideológico, a nivel de masas- resulta imprescindible para llegar a fórmulas justas de reparto de la riqueza.

Tomar el timón

En Euskal Herria, además, a la crisis económica se suma la política. Y también aquí la ciudadanía se configura como la mejor vanguardia para lograr una situación justa. La iniciativa de la izquierda abertzale, en la recta final de su definición, anticipa que el protagonismo futuro va a estar en la calle, en el debate de ideas, en la suma de fuerzas, en la movilización ciudadana. Los gobiernos lo saben y se preparan, cada uno a su modo. El de Zapatero, haciendo como que no ve lo que se le viene encima. El de López, intentando enfriar todo este tipo de «cuestiones identitarias». El de Sanz, extremando el apartheid en la esperanza de debilitar así a los partidarios del cambio. El de Sarkozy, intentando sabotear la iniciativa impecablemente democrática de Batera.

Se escuchan trampas como la de Jesús Eguiguren, presidente del PSE, cuando asegura que el problema está entre los propios vascos y que Madrid aceptará la solución que adopten éstos. Eguiguren es el primero que sabe que si efectivamente Madrid hubiera aceptado la libre decisión vasca, hace mucho que el conflicto político se hubiera acabado. Pero tiene razón en algo: si la ciudadanía vasca toma el timón con firmeza, su rumbo marcará el futuro ante un Estado con muchas vías de agua.

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