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«No hay una solución mágica para legislar sobre las drogas»

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Juan Francisco GAMELLA I Antropólogo de la Universidad de Granada

Antropólogo y profesor de la Universidad de Granada, ha sido asesor de la OMS y del Grupo Pompidou del Consejo de Europa para la prevención del uso de drogas. Fue uno de los invitados en la reciente celebración de la Fundación Proyecto Hombre de Gipuzkoa de su 25 aniversario, donde habló sobre ciclos, crisis y políticas públicas sobre las drogas en las últimas décadas.

Joseba VIVANCO |

¿Qué ciclo atraviesan las políticas públicas con respecto al consumo de las drogas ilegales?

Partiendo del hecho de que no hay ya ley, sino política pública que tenga serios límites para reducir el consumo de forma drástica, en este momento, tanto en Europa como en España estamos en un momento en el que no hay procesos que reclamen una acción urgente contra las drogas como ocurrió con las `crisis' de la heroína a lo largo de más de una década. Pienso que estamos en un momento ideal para replantear instituciones, políticas y consensos, y para dedicarse más a lo importante que a lo aparente. Pienso que es mucho más fácil ese consenso entre profesionales y expertos.

¿Por qué?


Porque el consenso posible entre estudiosos de salud pública es más difícil cuando los criterios son fundamentalmente políticos, es decir, cuando los problemas asociados a ciertas drogas y ciertos consumos se usan como reclamo o legitimación en la lucha partidista. El ciclo intenso y corto producido por la expansión de la heroinomanía y que afectó, sobre todo, a jóvenes de la boom generation nacida entre 1956 y 1965 fue un desastre sin paliativos. Y eso no debe condicionar toda nuestra política sobre drogas indefinidamente.

¿Tanto pesa todavía aquella crisis de la heroína?

El problema de la heroína que emergió en Gran Bretaña era una fenómeno nuevo que empezó entre 1971 y 1981. Les ocurrió en Italia, Suiza o Alemania, donde en los ochenta contaban con una población considerable de heroinómanos. En Irlanda, un país inmune a las drogas de los sesenta, a mitad de los ochenta en Dublín había, proporcionalmente, más adictos que en Nueva York. Y España, entre 1978 y 1992, fue también uno de los paises más afectados, sobre todo por su fusión con la pandemia del Sida. Fueron dos décadas de un ciclo muy destructivo de policonsumo de drogas, por eso no es de extrañar que la representación social de las drogas, así como las políticas institucionales que operan en este campo, se vean muy influidas por esta crisis; es decir, que sean muy `heroinocéntricas'.

¿Y está justificado ese temor?

Desde finales de los ochenta hemos entrado en lo que llamamos el `éxito' del éxtasis, de las drogas sintéticas. Un ciclo de consumo que creo está teniendo mucho de `pánico moral' y que tiene más de éxito comercial que de epidemia. Se parece más a la popularización de formas arriesgadas de pasarlo bien que a una epidemia. No resto importancia a los innegables riesgos que se derivan de la experimentación con drogas potentes y mal conocidas, pero las principales consecuencias de este ciclo pueden ser más de los hábitos de `comer' pastillas para pasarlo bien, que el propio uso de drogas.

¿Qué hacer entonces para encarar el consumo de las drogas?

En el tema de qué hacemos con las drogas, legalmente hay tres grandes modelos: prohibición, que es la tendencia que impera en el mundo; el modelo despenalizador, que se va abriendo camino; y la opción favorable a la legalización, que, salvo en lo que concierne al cáñamo, suele partir de presupuestos dudosos.

¿Y por cuál se decanta?

Mire, la historia nos enseña que debemos evitar una visión que vé una sola dirección como adecuada para un estatus perfecto de relación social con las drogas. No hay una solución mágica. Legalización y prohibición en sus formas extremas hablan el mismo idioma y, curiosamente, se refuerzan mutuamente. Quiero decir que no hay ningún sistema óptimo de regulación de drogas en una sociedad como la nuestra. Sólo hay sistemas más o menos flexibles, más o menos abiertos a la mejora y al cambio, y más o menos apoyados en el consenso mayoritario. La coerción y el castigo, está claro, no deben ser el centro de los sistemas de regulación en una sociedad democrática. Y, por otro lado, la opción despenalizadora suele formularse de forma incompleta e imprecisa. Hay muchas preguntas para esta opción para las que todavía no he visto respuesta en ninguno de los modelos legalizadores presentados hasta ahora. Otra cosa es si se entiende por `legalización' el que se transforme de forma flexible el régimen regulador existente, de manera que se reduzcan los daños y costes que la propia prohibición provoca. Ahí, las opciones abiertas son numerosas.

¿Entonces....?

Yo creo que la despenalización del consumo que se ha ido abriendo camino en paises de Europa o Canadá o Australia, junto a políticas de reducción de daños y una constante flexibilidad de los regímenes de control, fomentando los procesos de moderación, son bases de un régimen de control más humano y efectivo a largo plazo. No ofrece certezas morales, pero parece una mejor respuesta.

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