Eszenak
Stoppard, utopías y rock & roll
Josu MONTERO | Escritor y crítico
Escribió «Brazil» con Terry Gilliam, adaptó «El factor humano» de Green para Preminger, «El Imperio del Sol» de Ballard para Spielberg, «Desesperación» de Nabokov para Fassbinder; y hasta se llevó un Óscar por «Shakespeare in love». Comenzó haciendo periodismo y crítica antes de convertirse en uno de los mejores dramaturgos actuales. Me refiero a Tom Stoppard. Nació como Thomas Straussler en Checoslovaquia en 1937; al estallar la guerra su familia -judía- huyó a Singapur, ciudad que abandonaron cuando fue invadida por los japoneses -su padre murió en un campo de prisionero--. De ahí pasaron a la India, donde la madre se casó con un británico de apellido Stoppard. Se instalaron en Inglaterra cuando Tom contaba diez años.
Su primer exitazo fue «Rosencrantz y Guildestern han muerto», un genial cruce de Shakespeare y el absurdo, y ya todo un clásico. Los protagonistas son dos secundarios de «Hamlet» atrapados en una trama que no comprenden, perplejos y compulsivos parlanchines movidos por hilos que se les escapan. Pero no fue hasta 1986, con «Realidad», que obtuvo el aplauso masivo. Se trata de una comedia sobre la utilidad del teatro y sobre lo realmente importante. Uno de los protagonistas es un dramaturgo, alter ego de Stoppard, que afirma: «Las palabras no merecen que nadie las maltrate. Si las cuidas puedes construir puentes sobre la incomprensión y el caos. Si consigues poner las palabras adecuadas en el orden adecuado, puedes hacer que el mundo se agite un poco». Hasta el 7 de marzo podemos verla en el María Guerrero de Madrid a cargo del CDN.
La cita es clarificadora acerca del espíritu de Stoppard, y es que siempre tomó distancia con el teatro como activismo político, al modo de Edward Bond o Jhon Arden. Tenía claro que el lenguaje y el teatro son impotentes para alterar las estructuras sociales, pero sí pueden influir en la forma de percibir la realidad y en los comportamientos individuales. Su teatro es profundamente político, pero siempre intentando unir lo ideológico y lo humano. Stoppard ha abordado una serie de ambiciosas obras basadas en la historia reciente que son un gran fresco de ideas.
Al estilo de su admirado Chejov, sus personajes son a veces seres que buscan la redención y la felicidad colectivas a través del arte, la ciencia, las ideas o la política, pero que, sin embargo, suelen hacer infelices a quienes les rodean.
Del 74 es «Travestis»: Joyce, Tzara y Lenin coinciden en el neutral Zurich de la Gran Guerra. En «La invención del amor» (1997) un poeta homosexual secreto y otro declarado y en caída libre: A. E. Housman y Wilde. Su penúltima obra es «La Costa de Utopía» (2002), que está a punto de editar el CDN. Una trilogía de nueve horas que abarca 40 años -en pleno XIX- de cuatro exiliados prerrevolucionarios rusos guiados por el Socialismo Utópico y por el Idealismo: Herzen, Bakunin, Belinsky y Turguénev. Muestra aquí Stoppard maestría dramatúrgica y fluidez narrativa al alcance de pocos. Y en ese estado de gracia escribe «Rock & Roll» (2006), que el Lliure ha montado con dirección de Álex Rigola y que recala ahora hasta el 14 de marzo en el Matadero de Madrid. En los 70 Stoppard viajó a Checoslovaquia y descubrió quién sería de haber permanecido allí. Así nació esta pieza que abarca los veinte años que van de la Primavera de Praga a la caída del Muro y en la que, saltando de Praga a Londres, y con una soberbia banda sonora hinca el diente a la caída de los mitos y al eterno choque entre ética y estética.