Aitxus Iñarra | Profesora de la UPV/EHU
El mundo compartido
En el marco de la celebración del 8 de marzo la autora llega a la conclusión de que en las últimas décadas la lucha feminista ha logrado «desmantelar concepciones sobre los géneros que condenaban a la mujer a la desigualdad de oportunidades, de desarrollo y libertad». No obstante, también subraya que en ese camino quedan serias resistencias por vencer. Desde su punto de vista, aunque la diferencia biológico-sexual es evidente, la atribución de rasgos masculinos (agresividad, racionalidad...) a los hombres y femeninos (receptividad, intuición...) a las mujeres tiene un origen cultural. La ruptura de este esquema resolvería, o al menos atenuaría, gran parte de los conflictos actuales.
Parafraseando a Chuang Tzu, el punto en el que esto y aquello no tienen pareja, donde no hay opuesto o contrario, es el principio de una nueva forma de vivir. Sin embargo, a lo largo del planeta se ha extendido y continúa haciéndolo una forma de percibir y construir la realidad desde el dualismo. La realidad se resume, así, en un catálogo de realidades opuestas: la vida y la muerte, dios y el diablo, el hombre y la mujer, el amigo y el enemigo o la salud y la enfermedad. Desde esta visión se ha gestionado y creado un sistema de valores, evaluando como positivos los primeros elementos de cada pareja: vida, dios y hombre, en detrimento de los negativos: muerte, diablo y mujer.
Esta visión dual de la realidad concebida en términos de oposición, de contrarios, es por sí misma generadora de conflicto, ya que da pie a la dominación de un polo sobre otro. Es la perspectiva desde la que se ha constituido la cultura dominante y la que se impone a nuestro alrededor. Manifestación de ello es la mentalidad androcrática, muy presente todavía en lo que respecta a Occidente, y que ha afectado a toda una manera de relacionarse hostil del ser humano con los seres vivos en general. Esta actitud se revela, más en concreto, en el mismo seno de la especie humana, que ha ido configurando las identidades jerarquizadas de masculino y femenino, dispuestas en una posición enfrentada, y que ha generado una identificación tan rígida como inexacta de lo masculino como hombre y lo femenino como mujer.
Es cierto que esto ha ido cambiando en los últimos tiempos y, de manera más acelerada, desde mediados del siglo XX. Es ésta la época en que las luchas y reivindicaciones feministas se han extendido por todos los ámbitos sociales, y han logrado desmantelar concepciones sobre los géneros que condenaban a la mujer a la desigualdad de oportunidades, de desarrollo y libertad.
No obstante, este movimiento transformador se enfrenta a extensas e importantes resistencias. La Iglesia católica nos ofrece el ejemplo más próximo de mantenimiento de una asimetría considerada hoy arcaica por la mayoría de la población. Esta institución sigue divulgando una doctrina basada en dogmas que, como tales, ocultan más que muestran. Ha impuesto, además, aunque ahora en menor medida, una forma de experienciarse y de relacionarse con el mundo. Destaca de esa mirada la valoración de la hegemonía masculina en detrimento de la mujer. En contradicción con los principios de universalismo e igualdad que afirma profesar, practica, en realidad, la dominación de uno de los géneros sobre otro, amparándose en una posición ideológica dicotómica de sobrevaloración masculina e infravaloración de la mujer.
Este relegamiento o rechazo de la mujer se proyecta unas veces en sus prácticas y otras en los discursos eclesiásticos oficiales, con el resultado frecuente de actitudes sexofóbicas. El gobierno pastoral de esta institución corresponde exclusivamente a los hombres, que ejercen un poder en cascada que va desde el representante de dios padre, figura masculina de un todopoderoso papa infalible, pasando por los cardenales, obispos, hasta los sacerdotes. La mujer es excluida de la gran mayoría de los ámbitos eclesiásticos de gobierno. Su único rol consiste en ser gobernada.
Cuando este género de poder eclesiástico rechaza a la mujer, está intentando desesperadamente anular algo tan natural como es la cualidad de la receptividad, propia de lo femenino que, como cualquier otra cualidad, no es propiedad de ningún sexo. La manifestación de lo masculino en la mujer y de lo femenino en el hombre no es un hecho aislado. Prueba de ello es un rasgo de la supremacía masculina como es la guerra, llevada a cabo por la que fue premier de Gran Bretaña, Margaret Tatcher, La dama de hierro, que en 1982 embarcó a su país en la guerra de las Malvinas. O situándonos en el siglo XII es el caso de Francisco de Asís, que representa la receptividad, el acogimiento al otro, un otro que incluye a todos los seres vivos, y reconcilia al ser humano con la naturaleza.
Es obvia la diferenciación biológico-sexual entre hombre y mujer. También es un hecho constatable que ha habido un desarrollo cultural que está muy arraigado en la manera de concebirnos como mujeres y hombres. Sin embargo, esto no conlleva que los denominados rasgos masculinos como la agresividad, la racionalidad y la fragmentación, y los femeninos como la receptividad, la intuición y la fusión, sean inherentes a uno u otro sexo. Porque lo que subyace en el fondo es la asunción de atribuciones culturales automáticas a cada sexo; es decir, lo femenino se identifica exclusivamente con la mujer y lo masculino con el hombre. Ahora bien, la liberación de tales atribuciones resolvería o al menos atenuaría muchos de los conflictos existentes entre hombre y mujer. En este sentido, cada sexo debería quedar liberado de la rigidez que supone el desarrollo en la misma dirección de determinadas conductas y la supresión o escaso desarrollo de las otras.
La subordinación de un sexo al otro ofende el sentido de igualdad. Pero no sirve de remedio cualquier tipo de igualdad, como cuando se entiende la igualdad como un proceso de masculinización. No puede ser un objetivo equipararse en los rasgos y en las funciones más negativos. Sustituir un cuerpo por otro no es la solución. Expandir la igualdad a roles que tienen relación con el belicismo, la depredación o la dominación, no constituye una solución.
Una nueva comprensión más saludable consiste en un cambio que suponga la relativización de la oposición dualista en el sentido de que no suponga una relación de antagonismo con el otro. El autoconocimiento de uno mismo en la vivencia de ser alguien que va más allá de construir un rol femenino o masculino conlleva la comprensión de una realidad que es múltiple y flexible. Así, el estereotipo de la dicotomía cultural debe ser sustituido por el concepto de una diversidad no antagónica. Este movimiento irá acompañado del abandono del control sobre el otro, el paso de las relaciones jerarquizantes a las relaciones complementarias. Supondrá la toma de conciencia de hombres y mujeres de la alienación que constituye para ambos la asunción de la violencia como algo inevitable en sus diferentes variantes, sean la agresión a la naturaleza, la violencia de la guerra, o la violencia tanto física como psicológica en las relaciones de pareja y familiares.
Por ello entendemos la igualdad plena de diversidad, como aquella de la que habla Walt Whitman en su poema «América» que nosotros titularemos para esta ocasión «El mundo compartido»: Centro de hijas iguales, de hijos iguales, / Todos, todos amados lo mismo, grandes, pequeños, jóvenes o viejos, / Robusta, amplia, hermosa, paciente, capaz, rica, / Eterna como la Tierra, la Libertad, la Ley y el Amor, / eres la Madre majestuosa, prudente, altiva, / sentada en el trono diamantino del Tiempo.