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Jon Odriozola Periodista

El Alzheimer histórico

Pocas cosas hay en las personas que irriten más que la pérdida de memoria, y ello porque, conscientes, les parece que pierden trancos de identidad. Se deja de ser. El alma, la psique, es la memoria. Con los pueblos pasa lo mismo

El antifascista y represaliado político por su pertenencia a la organización Socorro Rojo Internacional (SRI), el gasteiztarra Erlantz Cantabrana Berrio, ha publicado un libro -editado por la combativa editorial Templando el Acero- sobre la memoria-historia del siglo XX hasta hoy. Quizá no sea fútil recordar que, sobre el SRI, Antonio Machado escribió (¿en 1937?) estas palabras que casi siempre se omiten: «en los momentos actuales, el SRI defiende en España la causa del pueblo y del Gobierno legítimo de la República. Su labor infatigable para crear sanatorios, hospitales de sangre, refugios infantiles y para dar a la luz toda suerte de publicaciones en apoyo de la noble causa antifascista merece el amor, la admiración y el respeto de todos los hombres de buena voluntad».

Mucho se habla sobre la promulgación de leyes sobre memorias históricas. Es un contrasentido. La memoria, al igual que la historia, no puede aherrojarse en leyes y menos aún si no sabemos -o lo sabemos demasiado bien- quiénes son los que las dictan. Hay la historia y la biografía, colectiva y personal, y también hay memoria y su contrario el olvido. También hay, por así decirlo, el Alzheimer de la Historia como versión cutre del borrón y cuenta nueva que le gustaría al Estado español, una suerte de bebedizo de nepenta en las aguas de Leteo. La frase de Borges es socorrida: lo único que no hay es el olvido. Es cierto, aunque le faltó agregar para bien o para mal. La memoria, ya sea individual o colectiva, es la identidad de la persona y el pueblo. Dejamos de ser inmortales cuando, ya muertos, somos olvidados. Somos porque tenemos memoria, decía el psiquiatra Carlos Castilla del Pino. Es más: somos nuestra memoria dizque nuestra identidad. No se trata de recordar episodios tristes o abominables por un regusto mórbido, sino de un acto de justicia. En el Estado español ni siquiera hubo un Nüremberg y el rescoldo todavía está ahí, nolens volens.

Los replicantes del inquietante film «Blade Runner», cuya vida estaba programada en cuatro años, se rebelaron contra sus creadores ergo: sus dioses, por alargar sus maquinales y conductistas vidas, es decir, por estirar el tiempo (subjetivo) y darle cimentación suficiente para disponer de una memoria como única forma de poseer una identidad. El padre (o la madre) que, por causa del Alzheimer, ya no es capaz de reconocer a su hijo, aunque viva, está en realidad exangüe, no existe. No se sabe ya padre de su hijo. Pocas cosas hay en las personas que irriten más que la pérdida de memoria, y ello porque, conscientes, les parece que pierden trancos de identidad. Se deja de ser. El alma, la psique, es la memoria. Con los pueblos pasa lo mismo. De ahí lo deleznable de tratar de capitidisminuir socolor de un carpe diem mal entendido y sopena de un pirronismo posmoderno a los cuentacuentos y las «batallitas del abuelo». Hay que recordar el pasado aunque sólo sea para no repetir los errores. Hegel decía que las páginas en blanco de la Historia fueron los únicos momentos en que hubo paz.

De estas y más cosas trata el libro de Cantabrana, una especie de almanaque de los que leíamos con avidez de críos. Encontrarán ahí datos curiosos, pero nada raros y, sobre todo, memoria subjetiva, como deja claro el autor.

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