No son los once meses, son los once días
Una práctica recurrente para desactivar escándalos es desviar la atención hacia aspectos colaterales del caso. Ese camino parece tomar el tratamiento judicial y mediático del expediente de Jon Anza. Como estaba cantado, sobre todo tras prohibirse al médico de la familia presenciar la autopsia, el análisis forense no de- paró nada extraño: la fiscal Kayanakis se apresuró a destacar que el militante donostiarra murió por un paro cardíaco y fallo multiorgánico, lo cual no deja de ser una obviedad, porque así murieron, entre otros, desde Joxe Arregi hasta Mahmud al Mabhuh, dirigente de Hamás muerto a manos del Mossad en un hotel de Dubai. En paralelo, la fiscal ha estado dirigiendo todo su discurso hacia el incomprensible sinsentido de esos once meses en los que evidentemente el cadáver de Anza estuvo «enterrado», aunque no bajo el suelo, sino en una morgue. Y mientras tanto, Rubalcaba calla después de haber insinuado que estaba vivo y con el dinero.
No cabe duda de que estas pistas se enmarañarán aún más en los próximos días y semanas. Por eso hay que remarcar que la clave del asunto no está en un supuesto -aunque ciertamente inexplicable- fallo administrativo de once meses, sino en qué pasó con Jon Anza en esos once días, desde que salió de Baiona hacia Toulouse con un billete de vuelta para dos días después -y con una importante visita médica que cumplir en la agenda- hasta que presuntamente apareció moribundo en un parque perdido de Occitania.
A día de hoy, ni siquiera existe un relato oficial de esos once días. Lo conocido no revela un sólo dato que desmonte la convicción asentada en buena parte de la sociedad vasca. Una convicción apuntalada por la constatación de que, tengan o no relación directa con el caso, guardias civiles salieron precipitadamente de un hotel de Toulouse tras estallar el caso. Y la de que la Policía francesa sabía, porque se lo trasladó el hospital, que tenía un hombre fácilmente identificable muriéndose en una habitación.