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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

Progreso para qué

Un rey antiguo, preocupado por la comodidad de sus súbditos, alumbró la brillante idea de cubrir toda la superficie de su reino con pieles de animales para que nadie se hiciera daño al caminar descalzo. Un asesor real le hizo ver que era mejor y menos costoso atar pequeños trozos de piel a los pies de las personas. Así nacieron las sandalias. La autora utiliza este breve relato, original del escritor británico Alan Watts, para poner de manifiesto las dos formas, que hoy persisten, de entender el progreso: la destructiva con respecto a la naturaleza que representa el monarca; y la inteligente y respetuosa que defiende el avispado asesor.

Dicen las ancianas indígenas del grupo de las trece abuelas que nuestro planeta azul, en lo que lleva de valerosa existencia en el borde exterior de la Vía Láctea, entre incontables billones de estrellas y soles de otros planetas y otras galaxias, ha nutrido y protegido a la humanidad, proveyéndola de todo lo que ha necesitado, por cientos de miles de años. Las aguas son su sangre; la selva tropical, que es nuestra farmacia, son sus pulmones. Las piedras que usamos para construir son sus huesos. Sin embargo, la mayor parte de la humanidad nunca ha pensado en reconocer su suerte, agradecerla y devolver a este pequeño planeta esta fortuna.

El relato de estas ancianas, que nos habla de la tierra como organismo vivo, lugar natural de todo ser vivo, ecosistema complejo del que somos parte, ha dejado de existir desde hace siglos en la percepción de la mayoría de la gente. Muy al contrario, lo que se transmite sobre ella es la idea de que se trata de una entidad exterior y ajena a nosotros. A lo sumo, algo que transcurre fuera, un espectáculo. Prueba de esa separación, que llega casi a la extrañeza, es que hemos asentado el bienestar y la prosperidad económica sobre un sistema dominador que la saquea y la devasta. Parece, asimismo, como si no pudiéramos cambiar el rumbo destructivo emprendido por nosotros mismos. Como si los que dirigen la nave, ignorantes de sí mismos, hubieran reducido la rica complejidad humana al monótono sonido del dinero. Esta servidumbre a un concepto de bienestar material erróneamente entendido, la ha convertido en objeto de explotación, en mercancía.

De esta visión limitada proviene la forma de concebir el progreso. La idea de éste se destaca de manera pujante en los medios de comunicación y en la praxis de la política institucional. Nos referimos al progreso económico. Si bien éste implica una meta a alcanzar, consistente en una mejora o el bienestar en el orden material, lo cierto es que en el actual contexto de la economía globalizada, el progreso es cada vez más desocializado. En la práctica se restringe a una parte de la población, resultando inaccesible a una mayoría creciente. Es, además, un progreso mutilado, que ha traído un bienestar relativo y que, simultáneamente, produce cada vez consecuencias más indeseables en lo ambiental, lo social y lo económico.

Claro que no es éste el único progreso posible. Existen distintas formas de entenderlo. El relato que recogemos del libro «Naturaleza, hombre y mujer» de Alan Watts las ilustra claramente: un rey de la antigua India, agobiado por la dureza de la tierra respecto a la blandura del pie humano, propuso que todo su territorio fuese alfombrado con pieles. Pero uno de sus consejeros señaló que se obtendría el mismo resultado mucho más sencillamente cogiendo una piel, cortándola en tiras finas y atándolas bajo los pies. Éstas fueron las primeras sandalias.

El texto muestra la idea de progreso desde dos actitudes. El rey proyecta una relación destructiva con respecto a la naturaleza: lo importante es la comodidad del pie aunque sea a costa de matar a los animales, es decir, convierte a la naturaleza en objeto. El consejero, en cambio, responde de manera ocurrente, soluciona el problema y muestra una actitud de respeto y adaptación a la misma.

La primera idea del rey comparte con el modelo de dominación actual la visión cosificadora expresada en sus diversas vertientes. Esta mentalidad mercantil ha reemplazado la belleza que revela el ritmo natural de la armonía por el ritmo definido y marcado de la velocidad. Una presurosa carrera a ninguna parte y que no corresponde a ninguna necesidad humana. Prueba de ello son los trenes de alta velocidad, los superreactores, la comida rápida, la agricultura transgénica o la medicina industrializada, aspectos todos ellos de una cultura uniformadora dirigida a las masas propia de una sociedad de consumo.

Creamos una civilización que se encuentra fascinada por el progreso económico y tecnológico, pero que genera devastación y empobrecimiento. Una degradación del planeta y la vida humana. Como ocurre con el exterminio de poblaciones humanas mediante el hambre, la destrucción del ecosistema, o las guerras en sus dos vertientes: las que se están produciendo en este momento en el planeta y las que se planifican meticulosamente de forma continua. Es el caso de la agencia DARPA (EEUU) que impulsa o apoya económicamente docenas de proyectos de investigación con la colaboración de algunas universidades y laboratorios, y que tiene como propósito desarrollar técnicas de uso militar. Así, se transforman órganos, como los ojos, en retinas electrónicas para ver en la oscuridad. Se estudia cómo convertir a los soldados en un arma más resistente, más letal, más segura. Lo que incluye alteraciones biosíquicas e implantes que les hagan más resistentes al sueño, la sed, el hambre o el dolor de forma que puedan seguir actuando cuando son heridos. El objetivo no es la salud del soldado, sino aumentar su energía y rendimiento para que pueda pasar más tiempo sin descansar o dormir, ejecutando el trabajo que se le ha asignado.

La construcción que nos hacemos del mundo es la de una realidad objetiva, externa al individuo. Y los individuos, a su vez, son un conjunto de entes separados uno de otro y del resto de las cosas. En este sentido, la relación que establecemos con el planeta como algo ajeno, como objeto manipulable adaptado al interés crematístico, trae irremediablemente como consecuencia en la práctica la acción destructora continuada, que sigue operando de forma manifiesta. Esta perspectiva dicotómica de yo y lo otro, se traduce en una relación fragmentada, no sentida, que manifiesta una afectividad atrofiada, al único servicio del interés económico. Algo propio de un sistema que continúa deificando la ganancia y el progreso, y que adocena y paraliza en el individuo la experimentación de la vida en sí misma.

Un progreso que ignora y no reconoce el poder de la interrelación equilibrada del dar y recibir, es un progreso depredador que enajena el contacto con nuestro hábitat natural. El abandono de esta relación basada en la agresión supone la transformación de los viejos patrones de un modelo dominador por las pautas propias de un modelo solidario. Para ello se hace necesario ver con ojos nuevos al individuo y el mundo. Esto supone abrirse a la asunción de un nuevo modo de cognición abierto a la comprensión de uno mismo, de la interdependencia relacional y de la receptividad consciente con el sistema viviente del que somos parte.

Esto se traduce en un respeto natural en las relaciones con el otro y con la naturaleza. Además de una praxis social creativa que ponga en movimiento nuevos sentidos, sacando la cultura, la ciencia y la tecnología del circuito que antepone el interés comercial. Un tipo de progreso que tenga como fin la vida en su unicidad.

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