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ATENTADO EN EL METRO DE LA CAPITAL RUSA

La muerte, única certidumbre

Es tal el drama de la guerra desatada por Moscú en el Cáucaso, y que periódicamente impacta en suelo ruso por efecto boomerang, que la muerte, en ambos lados y desgraciadamente visibilizada ayer en el metro de Moscú, parece la única verdad en un conflicto atravesado por los intereses de las camarillas del Kremlin y que ha adoptado, en los últimos años, tintes de una guerra de religión propia del Medievo.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Siempre que tiene lugar un atentado en suelo ruso surge inmediatamente la pregunta sobre su autoría. Es sorprendente si tenemos en cuenta que el país ha conocido, en los últimos once años, decenas y decenas de sucesos similares.

Varias son las razones que explican esta suspicacia, pero todas tienen su origen en el Kremlin. Y es que el poder ruso dosifica, propaga o, en su caso, silencia estos hechos a conveniencia. Cuando, en algún caso, no los llega a preparar.

Finales del verano de 1999. Varias explosiones en edificios en Moscú, Buynaksk y Volgodonsk matan a más de 200 personas. Vladimir Putin, recién aupado a la jefatura del Gobierno por un Boris Yeltsin acabado, pone la guinda a una campaña perfectamente orquestada para soliviantar a los rusos prometiendo que cazará a los terroristas «hasta en las letrinas». En plena vorágine que desembocará en la II guerra chechena, un vecino de un inmueble de la ciudad de Riazan denuncia a un «comando» que está llenando de explosivos los cimientos del edificio. Personada la Policía, los miembros del comando se identifican como miembros del servicio secreto (FSB). En un intento de sortear las sospechas, abonadas por el hecho de que los chechenos niegan en todo momento su autoría, el Kremlin señala que se trataba de un ejercicio «antiterrorista» del FSB. E impone un manto de silencio sobre el extraño suceso.

El mismo silencio oficial que cayó sobre la explosión, hace estos días cuatro meses, que hizo descarrilar el Nevsky Express que cubría el trayecto de Moscú a San Peterburgo. La información sobre este suceso se diluyó rápidamente entre reivindicaciones de grupos de extrema derecha y sospechas genéricas sobre su factura chechena o, me- jor dicho, caucásica.

Porque ya hace años que la insurgencia que el presidente ruso, Dimitri Medvedev, reconoce como «el primer problema que afronta Rusia» ha abandonado el carácter de lucha nacional (en su caso por la independencia de Chechenia) y ha alcanzado dimensión regional y yihadista. Dirigida, eso sí, por un checheno, Doku Umarov. Este antiguo dirigente de la Ichkeria independiente ha asumido la jefatura, como «emir del Cáucaso», de una coalición de grupos a los que mueve una ideología basada en el islam político y en la consecución de una federación de pueblos del Cáucaso Norte liberada del yugo ruso y en los que rija la sharia (ley islámica). Y estos grupos tienen creciente actividad en todas las repúblicas de la zona, preferentemente en Daguestán y en Ingushetia.

Cierto es que esta ideología pancaucásica no es nueva -recorre los últimos 200 años de resistencia de esos pueblos a la colonización rusa-, pero ha servido como catalizador de la lucha después de que la resistencia armada nacionalista cheche- na, con su presidente Aslan Masjadov a la cabeza, fuera físicamente aniquilada y, en algunos casos, absorbida por una política del palo (amenazas incluso a sus familias) y la zanahoria (sueldos como mercenarios) por el poder instalado por Moscú en Chechenia, personificado por el clan del sátrapa, Ramzan Kadirov.

No es, en su caso, la reivindicación el aspecto más definitorio a la hora de despejar las dudas. La insurgencia caucásica ha reivindicado todas las desgracias que han sacudido a Rusia en los últimos años (la tragedia del Kursk, el incendio de la Torre Ostankino).

Aporta más pistas el modus operandi y la autoría concreta, si hacemos caso al Kremlin, por parte de dos mujeres. El protagonismo de las mujeres -antes en la retaguardia- tiene relación directa con la brutalidad que Moscú decidió imprimir a su nueva ofensiva en 1999.

Bautizadas como las «viudas negras», se trata de madres, esposas, hermanas o hijas de combatientes (boieviki) o de simples civiles masacrados por los bombardeos o torturados hasta la muerte y hechos de- saparecer por los servicios secretos o por los temidos soldados del Ministerio de Interior (OMON), sin olvidar a sus aliados colaboracionistas locales.

Tras su irrupción con atentados puntuales en 2000 -como el que protagonizaron dos mujeres a bordo de un camión-bomba que explotó de lleno contra el cuartel general ruso de Jankala, a las afueras de Grozni-, las «viudas negras» adquirieron notoriedad con la difusión de imágenes del secuestro -y de su trágico desenlace- del teatro Dubrovka. Desde entonces, la mayoría de los grandes atentados han sido protagonizados por mujeres. En parte también porque levantan -o levantaban- menos sospechas.

La impronta religiosa ha ido también ganando terreno en este aspecto, desde la vestimenta (islámica) de Dubrovka y Beslan, pasando por el nombre con que se conoce al batallón de mujeres kamikazes («El Jardín de las Virtuosas») y hasta ayer mismo, cuando según la Policía, una de las autoras de los atentados se arrodilló en el vestíbulo del metro para rezar, según la prensa rusa.

Más allá de coyunturas, lo que está claro es que el atentado deja bien a las claras que el anuncio, en abril de 2009, del final de las «operaciones antiterroristas» en Chechenia respondió, nuevamente, a la política propagandística del Kremlin.

11 años después, Putin vuelve a prometer que los boieviki (combatientes) serán aniquilados. ¿Será su amenaza una señal para una nueva ofensiva que le vuelva a aupar en 2012 al poder y, mientras tanto, ate las manos de su delfín en el Kremlin, Medvedev? El tiempo lo dirá, pero hace tiempo que sabemos que todo es posible en Rusia.

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