Iñaki Soto Licenciado en Filosofía
Que nadie mire al cielo; no son paracaidistas
Euskal Herria tiene razones para desconfiar de la denominada «comunidad internacional». Sus ciudadanos, al igual que el resto del mundo, han visto con sus propios ojos cómo esa comunidad ha permitido, sin apenas pestañear, la existencia sistemática de la injusticia en todo el mundo. Es más, muchos de sus miembros la promueven sin complejos. No genera precisamente confianza ver cómo esa comunidad internacional ofrece, en no pocos casos, una colaboración obscena e irresponsable en crueles genocidios, en la pervivencia de lacras como el hambre y la pobreza, en la pandemia de diferentes enfermedades en continentes enteros o en la explotación al límite de sus capacidades de la naturaleza. La comunidad internacional se escuda en un mecanismo que le exime de responsabilidad, lo que además le sirve para vetar lo que debería ser su objetivo: la búsqueda de un mundo más justo -o justo a secas-. Ruanda, Afganistán, Irak, Chechenia, Somalia, Palestina, Honduras... son ejemplos recientes de países que han sido condenados por algunos de los miembros de esa comunidad internacional a la guerra, saltándose para ello su propia legalidad, obligando a sus habitantes a elegir entre la exterminación o el exilio y empujando a pueblos enteros a la miseria. Todo ello con la ayuda de otros poderosos miembros y ante el silencio cómplice de otros tantos.
Pero Euskal Herria y los vascos tienen razones propias para desconfiar de la comunidad internacional. No ya basándose en esos trágicos ejemplos, sino porque en su historia existen tristes capítulos en los que líderes de talla mundial faltaron a la palabra dada al pueblo vasco, traicionaron sus esperanzas y los condenaron a sufrir injusticias que han pasado a la historia negra de la humanidad. Los más conocidos tienen que ver, sin lugar a dudas, con el franquismo. Por ejemplo, cuentan que en 1945 el general Charles De Gaulle se emocionó al conocer cómo el Batallón Gernika había luchado en la liberación de París con la ikurriña por bandera. De hecho, existe una foto que inmortaliza el momento en el que el general francés se cuadra delante de la enseña y de los combatientes vascos. Esa emoción no se tradujo, sin embargo, en agradecimiento alguno, y Francia no hizo absolutamente nada por la causa vasca. Miento, reprimió el euskara.
Paradójicamente, la organización que fundó aquel batallón, ANV, es hoy parte de la «lista europea de organizaciones terroristas», al haber sido ese partido condenado por los tribunales españoles por ser sucesora de Herri Batasuna, fundada en 1978. Lo que no aguanta la lógica humana, dentro de los límites del espacio/tiempo, lo aguanta esta comunidad internacional y lo puede llegar a legitimar su sistema administrativo y legal.
En pocas palabras, históricamente la comunidad internacional se ha conmovido con el «Guernica» de Picasso mientras ignoraba al pueblo que lo inspiró, al país de los caballos que relinchan bajo las bombas, el pueblo que busca su camino con un candil que un puño mantiene en alto frente a tanta oscuridad.
Sin embargo, en una reflexión que va más allá de nuestra concreta realidad, no cabe olvidar que la función actual de la comunidad internacional no es la de liberar pueblos injustamente subyugados por sus vecinos, mayores y más poderosos. Y, dado el modo en el que está organizada esa comunidad y la correlación de fuerzas actual a nivel mundial, de momento es mejor no aspirar a ello, al menos en el plazo corto. En estos últimos años los hechos han demostrado que la idea de relacionar intervenciones militares internacionales con la de restituir la justicia o la democracia ha culminado siempre en tragedia -y, muy a menudo, en farsa-. Con todos los matices, esto sirve por igual para los Balcanes que para Afganistán. Y eso a pesar de que existan, al menos teóricamente, «guerras justas». Existen no porque lo diga Barack Obama -piense o no que las que le ha tocado defender a él sean justas-, sino porque lo demuestra la historia contemporánea. Algunos de sus grandes cronistas, como George Orwell o John Reed, han dado testimonio de ello. Tampoco cabe olvidar aquí que actores de esa historia, como Jean Paul Sartre u Olof Palme, juzgaron una vez que la de los vascos por su libertad es una guerra justa.
Por todo ello, quienes de verdad quieren un mundo mejor y, siguiendo una máxima internacionalista, quieren empezar a construirlo por casa, desde su propio país, deben tener una agenda internacional que incluya la reforma de las instituciones que hoy conforman esa comunidad internacional. Pero, además, en el caso de Euskal Herria, para poder lograr ser sujetos de ese cambio tienen que aspirar a formar parte de esa comunidad internacional, como lo son Sudáfrica, Irlanda, Suecia, Noruega, Eslovenia... o, si se prefiere, Bolivia, Ecuador o Cuba. Con derecho a voto, como nación que es y estado que debe ser si sus ciudadanos así lo deciden. Eso es el Estado vasco. Eso será o no será nada. Se puede estar en contra o a favor del mismo, pero no se puede desligar, sea ingenua o maliciosamente, del concepto de comunidad internacional. No al menos políticamente.
En este contexto, la Declaración de Bruselas vuelve a poner sobre la mesa esa contradictoria relación de los vascos con la comunidad internacional, pero esta vez en positivo. Las denuncias de diferentes organismos internacionales de derechos humanos, especialmente los dependientes de la ONU dedicados a la prevención de la tortura y las detenciones arbitrarias, se convierten ahora en un apoyo explícito a la iniciativa de la izquierda abertzale y a su potencialidad para traer un cambio estructural al conflicto vasco. Un cambio positivo para todas las personas que viven aquí y a quienes afecta el conflicto. Por lo tanto, quienes hasta ahora han intentado menospreciar esa iniciativa deberán cambiar de guión. La relevancia de los firmantes no escapa a nadie y da la dimensión justa del reto y de las oportunidades que se abren. No son paracaidistas, ni en un sentido ni en el otro. Es decir, pueden ayudar pero no pueden hacer el trabajo que deben realizar los ciudadanos vascos y sus representantes; y su aportación puede ser positiva porque no se han caído del cielo y tienen el conocimiento y la experiencia necesaria para aportar en la búsqueda de un acuerdo. La declaración sitúa además el conflicto vasco en la agenda internacional, algo que los sucesivos gobiernos en Madrid han intentado siempre evitar, y lo sitúa como lo que es: un conflicto político. En consecuencia, su resolución deberá ser también política.
Sin embargo, es importante entender que por sí mismo el documento no tiene mayor valor si no se acompaña de compromisos y decisiones. Decisiones que, en primera instancia, corresponden a quienes se dirige el documento, a las partes en liza. Pero los compromisos tienen que comenzar en el plano individual y vertebrarse a través de organizaciones y movimientos políticos apropiados para esta fase del proceso político en marcha. No cabe delegar esa labor, ni en la clase política ni en la comunidad internacional.
Como ya se ha dicho, la comunidad internacional no libera pueblos, pero dentro del contexto europeo puede ayudar a homologar un acuerdo justo y democrático que abra una nueva fase política en Euskal Herria. Un ciclo en el que la lucha por la libertad de los vascos seguirá existiendo, que nadie se engañe, pero en la que, de lograrse, se habrá avanzado en el reconocimiento de su condición de nación y de su derecho a decidir su futuro. Esa fase no se va a abrir por un mandato de la ONU, sino por un mandato claro del pueblo vasco.
En definitiva, que nadie en Euskal Herria espere que tras la Declaración de Bruselas del cielo empiecen a caer latas de carne en paracaídas, como con el Plan Marshall, ni soldados que impidan las injusticias y los abusos. Pero que tampoco nadie haga ya demasiado caso a los condones XXL que, como hacían los norteamericanos en la guerra sicológica contra los vietnamitas, envían las FSE y los medios de comunicación españoles a tierras vascas para hacernos creer que una vez más la batalla está perdida. Nadie nos va a liberar, pero se puede lograr que nadie pueda impedir que nos liberemos a nosotros mismos si se consigue el apoyo de la mayoría del pueblo.
Una mayoría de la ciudadanía vasca pide el reconocimiento de que Euskal Herria es una nación, que tiene derecho a vertebrarse como tal, a que se facilite el desarrollo de su cultura y, llegado el caso, en base a los acuerdos alcanzados y siempre dependiendo de la voluntad popular, a lograr conformarse como estado independiente en Europa. Es una petición legítima y democrática, y debe ser atendida y respetada. No aceptarlo es intentar perpetuar los privilegios políticos y culturales que perduran desde el franquismo.
No va a ser fácil, pero la bola está en marcha.