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Raimundo Fitero

Los aros

La muerte de Juan Antonio Samaranch se ha convertido en un acontecimiento mediático que ha colapsado durante muchas horas la vida televisiva. Se le ha despedido con honores de jefe de Estado, se le ha hecho panegíricos desmesurados, se le ha subido a los altares olímpicos y se ha obviado, como es normal en estos tiempos de desmemoria, sus antecedentes falangistas, su adscripción al régimen franquista en primer rango. Podríamos decir que políticamente ha sido un corcho, siempre flotando, en la mierda o en el agua clara con limonada, haciendo ver que era deportista y solamente era un medrador. Aseguran que es uno de los cuatro extranjeros más conocido en China, el español más universal de los últimos tiempos. Y probablemente no están faltando nadie a la verdad, lo único es que hay que preguntarse por las razones de esta influencia planetaria.

Y la respuesta es muy clara: se le atribuye la invención de los Juegos Olímpicos como material de negocio, ocio y representación de ideologías, patrias, naciones y vindicaciones. En su mandato al frente de los aros ha sido cuando este acontecimiento se ha universalizado, se ha convertido en un asunto televisivamente global, en algo que es visto por miles de millones de ciudadanos terrícolas al unísono. Esta es su tarjeta de despedida, esta es nuestra condena: el deporte como un valor de cambio mucho más alto que su saludable valor de uso. La profesionalización de los atletas, o sea, la presión para que se conviertan en figuras de la mercadotecnia, en anuncios que saltan, nadan o corren, que necesitan no solamente un entrenamiento específico sino alguna ayuda especial exógena para poder mantenerse en los primeros lugares y con las marcas que le exigen los patrocinadores.

Esta es su herencia, con unos juegos en la «ville de Barcelona», con décadas al frente del COI, una de esas entidades que se nutren de influencias, sobornos, condicionantes y representaciones. Es eso fue muy bueno. Si quieren saber su pasado antes de llegar a los aros deben mirar en los pasajes más oscuros y tétricos del franquismo en Barcelona. Casi nada. Todos se han apuntado al espectáculo. La vida sigue igual.

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