La decisión del primer ministro belga, Yves Leterme, de presentar su dimisión, provocada por la retirada del partido liberal flamenco Open VLD de la coalición de gobierno, ha sumido a Bélgica en una nueva crisis política, si bien se podría decir que en realidad no ha hecho sino reabrir una crisis cuya clara muestra es el hecho de que en casi tres años ese estado no ha conseguido formar un gobierno estable. No resulta exagerado afirmar que el tiempo transcurrido en negociaciones para formar gobierno es casi tanto como el que suman los periodos en que en esta legislatura lo ha habido. Por él han pasado varios primeros ministros, entre ellos Herman Van Rompuy, hoy presidente del Consejo Europeo, y la dimisión de ayer es la quinta presentada por Leterme desde su victoria en 2007. Si bien probablemente la crisis económica ha relegado provisionalmente la manifestación de esta crisis política que poco tiene de coyuntural, el problema de fondo que la hace aflorar una y otra vez -en esta ocasión cuando faltan poco más de dos meses para que Bélgica acceda a la Presidencia de turno de la Unión Europea- tiene un componente identitario evidente, que va más allá del conflicto de Bruselas-Halle-Vilvoorde, causa inmediata de la retirada del Open VLD, y parece más acertado situarlo en la demanda flamenca de mayor autogobierno, a la que se oponen las formaciones valonas.