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Gorka ANDRAKA | Periodista

El ruido cómplice

Silencio, se rueda. «No te quejes, si quitaran los anuncios sería peor: se vería la ciudad», le soltó un amigo al escritor Juan Villoro mientras paseaban por la capital de México. Del ruido, omnipresente, omnipotente, podríamos pensar algo similar. Si desapareciera, si comenzaran a florecer los silencios, sería mucho peor: oiríamos la ciudad, nos escucharíamos.

¿Por qué tanto ruido? ¿Qué esconde? ¿Y qué dice? En el Estado español, segundo país más ruidoso del planeta, cerca de diez millones de personas soportan cada día unos niveles de ruido superiores al límite «aceptable» establecido por la Organización Mundial de la Salud (65 decibelios). Tanto ruido enferma, enloquece. Sordera, insomnio, irritabilidad, estrés, hipertensión, fatiga... El estruendo global, el bullicio tóxico, nos recuerda a su manera, a todo volumen, que este mundo ha perdido el sentido.

El ruido protege, aisla. El silencio interroga, sobresalta. Para asustar a alguien antes bastaba con pegarle un grito, ahora, da más miedo callarse. La brutalidad de un instante de silencio, como muy bien apunta en su último libro, «La memoria de los esclavos», el escritor bilbaíno Fernando Palazuelos: «Había tanto ruido que no oíamos / nuestras palabras, / sólo movidas en nuestros labios. / Cuando hubo un instante de silencio / se escucharon tres insultos y una mentira espantosa. / Tanto horror había en nuestras bocas, / tanta barbarie, / que las encías no sangraban. / Convivimos con tanto ruido que ahora / es el silencio y la palabra / lo que nos parece mentira».

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