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Koldo Aldai I Escritor

El velo de Najwa

El problema sería que todas las cabezas fueran iguales, que se cubrieran de la misma forma. Cada quien con su paso y su pasado, con su cultura, hábitos y costumbres... avancemos hacia un espacio común, hacia una plaza de todos

Lo importante no es lo que nos ponemos sobre la cabeza, sino lo que es capaz de abrigar nuestro corazón. Cabemos todos y todas en las mismas aulas. En las mismas calles, en la misma Tierra. ¡Bienvenido el velo, la kipá, la túnica, el crucifijo... siempre y cuando vistamos prendas o símbolos en pleno ejercicio de nuestra voluntad! Ya no es tiempo de exclusiones, sino de honrar todas las tradiciones sagradas que nos salen al paso.

El aprecio por las sanas costumbres ajenas mide la anchura del corazón de los individuos y pueblos. A nadie le asuste el velo de Najwa. El discreto pañuelo sobre la cabeza de la adolescente no debiera haber saltado a los titulares. No obstante, si necesario es asegurar la libertad de indumentaria en todos los centros de enseñanza, tanto lo será asegurar que la decisión de la joven de origen marroquí ha sido adoptada en libertad. Es preciso confirmar que no fueron sus padres los que la obligaron a colocarse la prenda en la cabeza. De nada sirve que se garantice a nivel público una libertad que después puede ser cercenada en el hogar.

A pesar del alboroto desmedido, Najwa y su hiyab nos han permitido reflexionar colectivamente sobre el ejercicio de la libertad, han traído a primer plano de actualidad un rico debate sobre la jerarquía de valores universales. El gobierno del propio cuerpo y su manifestación, la generalidad de los derechos humanos anteceden al derecho de expresión de las formas culturales y religiosas. Una vez asegurados los primeros, deberemos ser escrupulosamente respetuosos con esas diferentes formas de expresión.

Abracemos un Islam amable que respeta plenamente el libre albedrío de la mujer, pero no transijamos si ellas se ven marginadas, acalladas u oprimidas por un machismo excesivamente pujante. Puertas abiertas en todas las aulas, pero que nadie imponga cómo ha de obrar o vestir la mujer, por joven que sea.

Hay únicamente una condición para que cada quien avance con su velo, con su kipá, con su túnica, con su crucifijo... hacia el espacio común, y es que lo haga en pleno ejercicio de su más absoluta libertad. Habremos de aceptar incluso el burka en nuestras aulas, en nuestro vecindario, siempre y cuando ese burka haya sido calzado motu proprio. Las calles deberán abrirse para estas mujeres enjauladas, por más que resulte difícil comprender que una mujer desee meterse en esa cárcel andante. Ella ha de conquistar el sol y el viento en su cara y para ello contará con el apoyo unánime de toda la sociedad.

Francia se dispone a prohibir el burka, sin embargo la libertad es ley suprema, por más que nos duela ver a esas mujeres encerradas en su propia tela negra. Esa libertad marca un precio excesivamente alto. Hay un dominio más íntimo de conquista de libertades en el que la acción del Estado se encuentra muy limitada.

Bendigamos, aun con todo, este momento de cruces de caminos y de fecundación cultural y religiosa. El problema sería que todas las cabezas fueran iguales, que se cubrieran de la misma forma. Cada quien con su paso y su pasado, con su cultura, hábitos y costumbres... avancemos hacia un espacio común, hacia una plaza de todos. Lo importante es que la armonía, no sólo la tolerancia, se extienda más allá de la convivencia con los nuestros. Lo diverso siempre añade, cuando logramos tumbar nuestras tapias, cuando nos ensayamos en sumar y no restar, cuando concluimos que cada quien somos, en alguna medida, reunión de todos.

No tiemblen los incondicionales del crucifijo, porque si algo significa aún ese Ser excelso, ese Cristo sublime que dos mil años después siguen clavando al triste madero, es acogida y abrazo incondicional. Ese Jesús de la Cruz, que preside aún tantas aulas públicas, no instituyó religión alguna, y si lo hizo fue la del amor incondicional, la de aulas, calles y plazas para todos... Si no deseamos perder nuestras raíces cristianas deberíamos comenzar apeando a Jesús del madero y al propio madero de las paredes públicas, abriendo puertas de institutos y de corazones cerrados.

Bajemos las espadas, compartamos aula en el corazón de nuestras ciudades, compartamos templo en la encrucijada de los caminos, pues el tiempo ya ha llegado de honrar la verdad y belleza que las demás tradiciones también encarnan. Cruzada sólo contra nosotros mismos y el «infiel» que nos habita, infidelidad a la ley de amparo, a la ley de la fraternidad universal. Agitemos las bridas, salgamos del ensueño de reconocernos separados, cabalguemos nuestros desiertos hasta tropezar con la Jerusalem interior donde brilla una cúpula ancha en su oro, infinita en su acogida.

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