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Fermin Gongeta Sociólogo

¿Cuántos son, muchacho? ¡Cuéntalos bien!

El capitalismo deshumaniza, convierte a las personas en simples números que, sumados, se tornan cifras impersonales fáciles de moldear. Y mientras critica al socialismo por «destruir al individuo», somete a la sociedad a la dictadura del individualismo, del egoísmo. El autor propugna la unión «de hambrientos, de pobres, de abandonados, de políticamente excluidos, los millones de seres sin nombre» para romper el aislamiento y recuperar el estatus de ciudadanos pertenecientes a una clase social, la misma que los convierte en personas.

Es día festivo. Bien entrada la mañana, me acerco a la pequeña tienda del barrio. Es una de las pocas que abren para atender a los rezagados. Tomo el pan y el periódico y me acerco al diminuto mostrador donde la dueña espera frente a la caja registradora. Delante de mí hay una señora con un tetra brik de leche que le dice: apúntamelo -mientras guarda su litro de leche en una bolsa de plástico. La señora del litro de leche lleva la cabeza gacha. No mira hacia atrás, ni se despide. Es un domingo del mes de abril del 2010.

-Tiene tres hombres en casa y los tres están en el paro -me comenta la dueña ante la caja registradora-. El marido y uno de los hijos no tienen derecho a ninguna prestación social -me cobra, añadiendo: pasan hambre, mucha hambre.

Hace sesenta años, en las tiendas y cooperativas se compraba a crédito, apuntaban en las conocidas «libretas». Las libretas y los morosos teníamos nombre y apellido. Incluso en los bares, donde también se pagaba al final de la semana, cuando se cobraba. Entonces éramos semanales. Luego pasamos a ser mensuales y los meses se hicieron eternos.

Desde entonces ha cambiado lo de las libretas y el «apunta» convertido en tarjetas de crédito. Es más anónimo, aunque siga siendo mensual. Compras sin dinero, y en cuanto te ingresan algo de la paga, los del banco te lo quitan porque ya lo has gastado con la tarjeta.

Los deudores, antes, teníamos nombre. Hoy hemos pasado al anonimato. Tampoco la señora del litro de leche tiene nombre. Quienes no tienen trabajo y entran en el mundo de la miseria dejan de tener nombre para convertirse en números.

El gran capital, los poderes públicos, los sociólogos, los estadistas, los diarios únicamente saben de números. El número es lo más abstracto, lo más alejado de la realidad. Contarnos es el mejor modo de olvidarse de la mujer, del niño, del hombre, de quienes pasan hambre, viven en la miseria y mueren en las invasiones armadas.

-Se calcula que en el mundo hay 1.000 millones de personas desnutridas. A finales del año 1.990 eran 850 millones. Mil millones sin nombre. Se les puede numerar, pero no nutrir, ni siquiera nombrar. Son demasiados.

-En los Estados Unidos de América del Norte el desempleo afecta a más de 15 millones de personas. Todos son números sin nombre agrupados en la miseria. ¿Se puede ser el país más rico del planeta con 15 millones de miserables? ¿Se entiende?

-En el reino de España, algo más cercano a nosotros, el desempleo se sitúa en cuatro millones de personas al final del primer trimestre de este año en que estamos. Según Cáritas, ocho millones de personas sufren pobreza. Y en los doce últimos meses el número de desempleados ha aumentado en un millón.

Los desempleados, los pobres son abstracciones, números sin nombre ni rostro. Han dejado de ser individuos. ¿Nos convertiremos en clase social para ser personas? Y es que las clases sociales, las bajas, se constituyen y forjan en la miseria.

-En Hego Euskal Herria, a finales del mes de febrero, 180.913 personas se hallaban sin empleo, y más de 230.000 personas estaban cansadas de vivir en la pobreza absoluta. Personas sin nombre, convertidas en números.

La pobreza, la miseria, el hambre, el número es señal evidente de dictadura, la forma más acabada y perfecta del egoísmo.

Cuando a uno le falta lo más elemental para subsistir, cuando le han arrebatado la libertad y la vida y convertido en número, es cuando puede darse cuenta de que su existencia únicamente tiene sentido si se encuentra integrado en su grupo. Porque es el grupo el que resucita al individuo, el que le restituye la conciencia de pertenecer a una clase, a la sociedad, a la vida.

Desde hace muchos años el liberalismo insiste en que el socialismo destruye al individuo, que según ellos es lo único importante.

Al individualismo defendido por los poderes del mundo antes se le llamaba egoísmo, un amor exagerado de uno mismo. El individualismo hoy es la cristalización plena y generalizada del egoísmo, defendido y asentado en las llamadas democracias por el pensamiento liberal y autoritario. Se protegen prohibiendo todo tipo de organización de aquellos a quienes ellos mismos han eliminado la condición de ciudadanos, de individuos, para convertirlos en simples números.

Se aíslan para medrar y, conseguido el éxito, se asocian, convirtiéndose en la Piña, el partido de los ricos, como decía Unamuno. La agrupación les convierte en clase. Clase por excelencia. Clase política. Clase de poder.

Su objetivo es que aquéllos sobre los que se sustentan, la clase de los sin abrigo, de los sin empleo, de los sin medio de subsistencia, no se identifiquen como tal, como clase con pleno derecho, como clase trabajadora, como grupo con derechos. Ellos saben que el individuo, cada persona, únicamente nos realizamos y existimos en sociedad. Es en el grupo donde me defiendo y doy a mi existencia una dimensión humana. Es el «me defiendo, luego existo» de Herbert Pagani, frente a Descartes.

La clase política pretendidamente liberal, socialistas europeos incluidos, han convertido el egoísmo, el individualismo, en virtud ciudadana, no siendo otra cosa que desgajamiento social. El individualismo dentro del grupo, su codicia personal en la oposición, es lo que favorece el poder de esa minoría ególatra y endiosada, que no admite la menor crítica a su práctica destructora de tortura física, económica y política.

El poder político y el económico fomentan la opresión, el servilismo y la crueldad. Pero, como escribió Borges, lo más abominable es que fomenten también la idiotez.

El culto al individuo, a su propia y exclusiva felicidad, el llamamiento a desmasificarse para medrar sobre los otros; la defensa del hombre agresivo comercial, económica y socialmente llamándonos al triunfo personal es pretender desviarnos, desunirnos del colectivo ciudadano al que inexorablemente pertenecemos y del que intentan desgajarnos para destruirnos.

Los millones de hambrientos, de pobres, de abandonados, de políticamente excluidos, los millones de seres sin nombre, nos convertiremos en humanos, en ciudadanos con plenos derechos, si nos unimos. El «agrupémonos todos» de «La Internacional» tiene plena vigencia.

-¿Cuántos son, muchacho? ¡Cuéntalos bien! («Canción de Altabizkar»)

-No merece la pena pasar el tiempo contándolos. Es preciso actuar con rapidez.

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