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Anjel Ordóñez Periodista

Meteorología y arrogancia

Nunca he llegado a entender con exactitud qué es la sabiduría popular. Si nos atenemos al léxico, debería ser el conjunto de conocimientos que atesora un pueblo. Algo muy difícil de delimitar. Si, empero, recurrimos a la acepción más intuitiva y extendida, estaremos hablando de un saber poco científico, ligado casi siempre a la tradición, que se mueve fuera de los circuitos normalizados del conocimiento y que se transmite habitualmente a través de la oralidad. ¿Cosas de viejas? Es otra forma de expresarlo, con todo el respeto. Dice esa sabiduría popular: «Hasta el 40 de mayo no te quites el sayo». Y, con frecuencia, acierta. A estas alturas habrán adivinado que hablo del tiempo. Me fascina ese imprevisible concepto que durante milenios ha traído de cabeza a una humanidad pendiente de estaciones y equinocios, de lluvias y granizos, de nieblas y heladas, de calores y nieves. 

Antaño, eran los pastores los celosos guardianes de esta sabiduría. Días, semanas, meses, años observando el firmamento, noche y día, les infundían un conocimiento, emanado directamente de la experiencia, muy superior a la media. Pero el romanticismo bucólico ha quedado enterrado en el pasado. La  meteorología inunda nuestro mundo hasta sobrepasar lo razonable. Tenemos a nuestra disposición previsiones a siete días, probabilidades ajustadas de precipitación, orientación y fuerza de los vientos, altura de las olas y hasta el volumen de rocío, cosa harto importante. Para el que recoge caracoles.

Pienso a menudo que el ser humano se ha extraviado en su obsesión por controlar su entorno, por medir y predecir, por domeñar la naturaleza. Como si fuera posible. Ha perfeccionado instrumentos y elaborado complejos sistemas extraplanetarios con el único objeto de eliminar toda contingencia, de hacer que lo imprevisto tienda a cero, de domesticar los elementos para que se sometan dócilmente a los criterios de un desarrollismo económico desorbitado. Y cuando no lo consigue, cuando un desconocido, casi insignificante volcán logra paralizar medio mundo, el ser humano, en su inmensa arrogancia, se cabrea. Como una mona.

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