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CRíTICA pop

El silencio de Rufus Wainwright entusiasma a sus seguidores

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Pablo CABEZA

La tarde del concierto, el pasado domingo en el Palacio Euskalduna de Bilbo, comienza para Rufus con una sesión fotográfica para la revista de moda, belleza, mujer, fotos naif y demás «Vanidad». Al neoyorquino le llevan toda la ropa que debe ponerse, entre las prendas un enorme abrigo de 12.000 euros (¿de pieles naturales, Rufus?) que luce con glamour. ¿Abrigo en verano? No, es para el número de otoño. Por cierto, en este mes de mayo la protagonista es Love Cobain, y luce espléndida. La entrevista, además, (si no está recreada) es muy divertida.

Por la tarde-noche, Wainwright cambia el abrigo por un vestido negro, de larga cola y amplio escote. Nuestra cultura en tela, perlas y diseños no da más que para esta lineal (incluso vulgar) descripción.

Diferentes carteles señalan que durante la primera parte del espectáculo no se puede aplaudir ni sacar fotos. No obstante, un presentador explica que tanto la entrada de Rufus al escenario como la salida de éste forman una unidad y que no hay que aplaudir. Como la gente tiene aplauditis comienzan a aplaudir al presentador que, agobiado por tanta sinrazón, solicita por dos veces que a él tampoco le aplaudan.

Con el Palacio Euskalduna a oscuras, por la izquierda del escenario, iluminado con una suave luz puntual para que no se pegue un castañazo, un Rufus a cámara lenta se aproxima al piano. La historia queda barroca y grandilocuente, pero así lo han querido él y Douglas Gordon, responsable también del arte de «All days are nights: songs for Lulu» (Universal), el disco que en breve comenzará a tocar de principio a fin. Sentado frente al piano de cola, inicia la primera parte con «Who are you New York?».

Desde ese instante y durante los próximos cincuenta y cinco minutos, Wainwright sigue el camino del disco. El piano se encuentra en el medio del escenario, un foco blanco le ilumina lo justo y detrás se proyectan las imágenes de Douglas Gordon, todas basadas en un primer plano de un ojo, atiborrado de maquillaje negro, que se abre y cierra con lentitud, al tiempo que, de vez en cuando, deja escapar una lágrima. La variación consiste en seis ojos con las mismas funcionalidades. El efecto produce tanta desazón como asombro plástico.

Dicen, y él mismo lo ha afirmado en algún momento, que no es un buen pianista. A nosotros nos pareció que está a tres siglos, a su favor, de cualquier pianista local y muy por encima de la media pop internacional. Además, su metálica, profunda y extensa voz es un complemento que le convierte en un artista brillante en el todo y en cada parcela.

En la segunda parte, tras media hora de relajo -qué placer no escuchar a nadie aplaudiendo-, Rufus apareció con unos pantalones negros ceñidos, desmaquillado en parte, despeinado al natural y con una sonrisa de lado a lado del piano. Llegaron los aplaudidores y aquello fue una fiesta con «Beauty mark», «Grey garden», «Dinner at eight», «Cigarrettes and chocolate milk»... sin despedirse con «Hallelujah»(Leonard Cohen), canción que no interpreta desde el pasado febrero; en tono jocoso argumenta que es porque Justin Timberlake la interpretó en un maratón televisvo (justo en ese mes) a favor de Haití.

Concierto de compleja asimilación (voz y piano, que a más de uno se le atragantó) que Wainwright solventó con mucha clase, simpatía, sensibilidad, voz y dominio del estilo.

Ficha

Lugar: Palacio Euskalduna de Bilbo.

Fecha: Domingo 9 de mayo.

Formación: Sólo él con su piano.

Duración: Tres horas con descanso de media hora.

Público: Un poco más de la mitad del aforo, unos mil oyentes.

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