CRíTICA cine
«Siempre hay tiempo»
Mikel INSAUSTI
Ante las óperas primas la crítica siempre ha solido estar dividida entre ser exigente con los principiantes o ser condescendiente con ellos. Voy a intentar no ser ni lo uno ni lo otro con “Siempre hay tiempo” y la debutante Ana Rosa Diego, porque acumula aciertos y fallos casi a partes iguales. El «casi» proviene de que la película está cargada de buenas intenciones no materializadas, lo que deja un sabor agridulce y cierta insatisfacción. No es una simple cuestión de mayor o menor comprensión hacia la novatada, ya que hay una par de secuencias imperdonables, que nunca deberían haber sobrevivido al montaje final. De nada sirve tener cinco guionistas limando la narración si después no se sabe manejar la tijera a la hora de cortar allí donde lo sentimental deviene en sentimentaloide. La escenita de la pareja otoñal bajo la lluvia sobra, junto con la de la banda de jubilados enfrentándose a los matones del colegio del nieto. Son pasajes indicativos de un gusto caduco e impropio de una realizadora novel, por cuanto remiten al Garci de “Volver a empezar”. Tales convencionalismos no casan con el verdadero trasfondo de lo que es un drama social que explora en el meollo de las relaciones humanas, a cuenta del abismo generacional que se abre entre padres e hijos, entre la vida en el medio rural y la de las grandes ciudades. Y en ese sentido se nota que la sevillana Ana Rosa Diego se ha formado al lado de Benito Zambrano, máxime cuando la interpretación del gasteiztarra Txema Blasco es un fiel reflejo de la soledad de la madurez avanzada. El problema es que el guión intenta abarcar demasiado, sobre todo al entrar en las diferencias culturales entre el norte y el sur, sin espacio suficiente dentro del relato para matizarlas más allá de la distinta forma de llamar a las cosas. Las referencias a la procedencia y destino del protagonista no pasan de ser abstractamente geográficas, al no concretar más las localizaciones que transitan entre un pequeño pueblo de Bizkaia y Sevilla.