Javier Zubimendi Etxerat
Cometas en la cárcel de Alcázar de San Juan
Cómo nos gustaría a muchos en este pueblo recorrer esas tierras de Castilla sin tener como destino un lugar presidido por una alta torre de vigilancia
Aquel que visita a un preso procura estar el menor tiempo posible en torno a la cárcel. Si pudiera, limitaría su estancia a los cuarenta minutos que dura la visita. Sin embargo, no suele ser así; este tiempo se suele prolongar como mínimo una hora. Durante ese tiempo, rodeado de gitanos, latinoamericanas, vascos y algún que otro grupo objetivamente carcelable, se espera la apertura de las puertas que dan a los locutorios. Son momentos donde chocan la ansiedad por el encuentro y la serena reflexión para sobrevivir a tanta sinrazón. Uno puede pensar, por ejemplo, que está en el ADN de España tener presos políticos por el más insoportable de los delitos, como es atentar contra la unidad de la patria. Una patria territorialmente demasiado grande, estirada a lo largo de varios siglos con las tenazas del terror, de la imposición, de la crueldad. Puede pensar también en la cantidad de presos traídos al núcleo duro de la patria como, por ejemplo, Francisco Antonio de Miranda, independentista venezolano que fue hecho prisionero y llevado a una cárcel de Cádiz, como lo fueron los 17 prisioneros vascos de Puerto I o los cuatro de Puerto II o los 15 de Puerto III o los 17 de Algeciras.
El viaje de ese fin de semana era distinto. Esta vez no había tiempo para la reflexión. Tampoco se veían grupos objetivamente carcelables distintos al nuestro. Esta vez centenar y medio de vascos, familiares y amigos de prisioneros políticos, viajamos a Herrera de la Mancha y a Alcázar de San Juan, en la provincia de Ciudad Real. La música, los cohetes, los gritos de ánimo conformaban un lenguaje superador de tanto muro. Decía Pakito Lujanbio a un familiar que en un instante se sintió fuera de la cárcel, fundido con nosotros, como asistiendo a una manifestación por Hernani hace veintiséis años. Un escalofrío nos atravesó imaginando una situación así.
La emoción alcanzó su mayor altura cuando desde la ventana de dos celdas se exhibieron dos ikurriñas, confeccionadas para el caso con prendas de vestir. Esta prueba de que habíamos conectado con ellos acentuó nuestro entusiasmo y música y gritos sonaron con mayor fuerza. Nos resistíamos a abandonar el sitio conscientes del doloroso silencio que íbamos a dejar en aquel lugar desértico.
La cárcel de Alcázar de San Juan, por el contrario, se halla en medio de la población. No había allí distancia como para tomar perspectiva y sólo veíamos muros. Suponíamos que nuestra ruidosa presencia sería advertida por ellos, pero queríamos una prueba de ello. Y la hubo; de repente vimos que unas prendas de vestir superaban los altos muros. Era tal la altura que apenas los rebasaban por centímetros. Nuestro entusiasmo se reflejó en los cánticos, de manera que se produjo un acompasamiento entre cantos y prendas al aire como si fueran cometas que se movieran al son de una música. Cuánto nos hubiera gustado saber quiénes eran los manejadores de estas cometas allá abajo en el patio; tal vez, Patxi o Ion Ander, o Iñaki o Iker.
Luego, vuelta al autobús y un montón de kilómetros para volver a los pensamientos. Al igual que el luchador venezolano encarcelado en España, el preso político separatista vasco anticipa la separación de su nación de ese anacronismo llamado España. Entre tanto dolor, esta reflexión reconforta. Reconfortan también este resurgir de las movilizaciones por los presos; como nosotros a Herrera y a Alcázar, otros han viajado a Jaén, a Curtis, a Dueñas... Creo que la movilización en favor de los presos tiene que alcanzar tal grado que les resulte políticamente insoportable.
Animado por la grata experiencia en las dos cárceles, otro pensamiento positivo: afortunadamente el espacio imperial lleva doscientos años reduciéndose y apuntando hacia el que le corresponde. Ya vale de castigar el coco. La puesta de sol en ese sábado de junio hace hermosas estas tierras, tan llanas, tan ajenas a nuestra orografía. Cómo nos gustaría a muchos en este pueblo recorrer esas tierras de Castilla sin tener como destino un lugar presidido por una alta torre de vigilancia.