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Análisis | Corrupción y narcoviolencia en México

El silenciado caso del secuestro del «jefe Diego»

Diego Fernández de Cevallos ha participado en muchos de los episodios recientes que han modelado la anormalidad democrática de México, con una línea distintiva: obedecer los designios del poderoso que lo ha alquilado.

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Luis LINARES ZAPATA «La Jornada»

El pasado 14 de mayo saltó la noticia de la desaparición del panista Diego Fernández de Cevallos, que fuera candidato presidencial en 1994. Y casi tan llamativo como su desaparición está siendo el seguimiento del caso. Luis Linares trata de arrojar algo de luz al asunto.

El secuestro del señor Diego Fernández de Cevallos (DFC) se empareja con su manera de ser, decir y actuar que lo han caracterizado a través de los años. Ambas cosas, su vida profesional y el secuestro, se entremezclan con secretismos, pasillos oscuros, forcejeos burocráticos, insultos de los afectados, silencios forzados, complicidades varias y otras minucias. Todas mostrando, a las claras, los efectos que, en su trasiego, el llamado jefe Diego desparramó sin señal alguna de pudores o códigos éticos. Siempre retozando entre un intenso y cínico tráfico de influencias sin el menor recato o sentido de Estado. Sus exitosos litigios contra el Erario o la Reforma Agraria y el Gobierno del Distrito Federal, siendo senador, ejemplifican con amplitud lo afirmado.

El mismo título que se añade a su nombre de pila, a manera de un alias de élite, proviene de su malsana subordinación con otro personaje más tenebroso aún: el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Este último, un político ligado a masivos favores atados, rencores incontrolables y enfebrecidos afanes de continuidad en el mando. En fin, un minúsculo padrino que derrama certezas de su ilegítimo origen electoral como presidente formal de México. De la conexión entre estos dos politiqueros negociantes, en mucho inconfesable, surgió gran parte de la leyenda que se ha zurcido alrededor de DFC como actor de primera línea en la transición mexicana. Una transición en mucho dilatada, torcida y negada gracias a su notoria intervención, siempre bajo consigna de algún interés oculto.

En efecto, DFC ha participado en muchos de los episodios recientes que han modelado la anormalidad democrática de México. Su intervención ha tenido una línea distintiva: obedecer los designios del poderoso que lo ha alquilado. Acciones que van, desde la invención de legitimar con actos de poder al señor Salinas, hasta la quema de las cédulas de voto, sus movimientos fueron cuidadosamente pensados para congraciarse con la generosidad de las alturas. Es verdad que, en estos enredos, algo sacaron los panistas: una gobernatura aquí, varios contratos allá y alguna presidencia municipal de postre.

Estas ganancias validaron, a ojos de sus correligionarios, los febriles oficios de lo que después coloquialmente llamaron concertaciones. Un toma y daca que iba, de la residencia presidencial de Los Pinos al Senado, para dar lugar a lo que, también, se catalogó de modernización salinista: el conjunto de reformas estructurales de feroz corte neoliberal impuestas, sin distinciones ni matices, desde la metrópoli para todo el subcontinente latinoamericano. En medio de toda esa marabunta con epicentro en Los Pinos y el despacho de abogados que dirige DFC, algo le tocó a la jerarquía eclesiástica y empezaron, a la luz de los santos, las exigencias continuas de protección y los actuados retobos de cardenales y obispos para recobrar su mermado protagonismo.

Así, DFC llega al momento de su secuestro, cargado de anécdotas, hinchado de billetes, capaz de recomendar a sus socios para sendas oficinas de influencia política y jurisdiccional. Y son ahora, esos mismos despachos los que responden con instrucciones de silencios torpes, deberes soslayados y consignas mediáticas que, en sus destinos, son disfrazadas de acendrados sentimientos de humanidad.

Son esas mismas oficinas las que se ven incapacitadas para, siquiera, diseñar una estrategia informativa que contenga los rumores y la especulación, actividad tan del gusto de la plebe. En medio del desasosiego reinante, un fenómeno colectivo ha tomado cuerpo virtual. Su espíritu se gestó en las profundidades del México agredido, del ninguneado, ése que va cargado de rencillas por dirimir, corajes para enjuiciar a pelo, envidias que no han podido ser mitigadas en el opresivo quehacer cotidiano. Irrumpió en las llamadas redes sociales. Le ha explo- tado, por diversos meandros tecnológicos, tanto a los medios de comunicación como a varios de sus más notorios oficiantes, integrantes de la bautizada opinocracia.

Los temporalmente discretos medios masivos fueron sorprendidos y el ciberespacio los rebasó. A pesar del silencio autoimpuesto a la información, los textos improvisados, las fotos sin origen ni destinatario específico o la misma desinformación, corrió muy por fuera de su voluntad de control. Puso en evidencia lo que será, de ahora en adelante, ineficaz consigna de callar, de manipular agendas, distraer al populacho o encumbrar actores predeterminados mediante pago en sonante. Tal fenómeno de la globalización mediática tomó, aquí mismo, carta de naturalidad.

Ya se venía anunciando con motivo de la censura impuesta por el crimen organizado en varios estados bajo su poder. Pero esta vez les estrelló la cara a los comunicadores dispuestos a salvarle cara y la vida a DFC. Para ello, recalan una y otra vez y con voz compungida en la titánica labor que ha personificado. Algunos de ellos se han llenado de santa indignación ante las querellas que les son enviadas por Twitter o Facebook, las calificaron de abundante mierda contra un hombre que, sin duda, sufre en cautiverio, afirman. No pueden asimilar que, los insultos y denostaciones eran y serán desahogos, furias incontenidas, modos rudos de expresarse con mentadas y descalificaciones que les apaciguan un tanto las ofensas padecidas e incontables frustraciones.

La pequeña o triste historia de la enajenación masiva, de la realidad social de muchos de los de a pie. Pero también son expresiones de los sentires, las agonías y la búsqueda desesperada de un lugar en la fiesta de todos que, por su posición de privilegio o suerte, algunos coleccionan en racimos. DFC impersona mucho de lo que otros añoran, desprecian, rechazan o maldicen. Otros muchos también saben, porque lo han hecho, que ese tipo de comportamiento como el del secuestrado, es lo que les impide avanzar, lograr lo que ambicionan, vivir en una sociedad que puede ser justa. Nadie debe llamarse a escándalo por los deseos de muerte cifrados en mensajes, mentadas y alaridos desesperados que llevan dedicatoria, más cuando algo de ello al menos fue ganado en sendas batallas que, como por desgracia discursiva dice el señor Calderón, DFC todavía tiene por delante.

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