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Antonio Alvarez-Solis Periodista

Estaba ya muerto

El Estatut de Catalunya, ya antes de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional español, yacía muerto en el seno de la Constitución Española, según el autor, que se muestra convencido de que también lo sabían tanto los miembros del tripartito catalán como CiU, los cuales «han sido proclives a subordinar la gran aspiración nacional catalana a una serie de cuestiones económicas y financieras».

Ha sido un parto fúnebre. Pero el Estatut de Catalunya estaba ya muerto en el seno de la Constitución, madre de alquiler de la que lo extrajeron por cesárea. Esto creo que lo sabían ya, antes de la sentencia del Tribunal Constitucional, los Sres. Montilla, Mas, Carod, Saura... Tanto es así que jugaron la partida con un lenguaje que sonaba a hueco y no correspondía al valor real de las cartas que pusieron sobre la mesa. Era un Estatut lastrado de reservas, con el salvavidas puesto. ¡Tenía ya tanto Estado dentro...! Pero Montilla necesitaba un documento que oliera a nacionalismo, ya que el PSC vive mal en aguas auténticamente catalanas. El pacto con el Sr. Zapatero consistió precisamente en habilitar un salvoconducto basado en el lenguaje. El Sr. Mas insistió en una Catalunya camboniana, es decir arraigada en la roca española como los percebes. Al Sr. Carod le pudo quizá la solemnidad del Pati dels Torongers. En buena parte le desactivó el poder, que le obligó a entregarse a un futuro cada vez más distante. Y para el Sr. Saura el Estatut era algo parecido al tinto de verano. Saura está ocupado en que el comunismo enérgico no renazca, porque le tiraría de los pies en una noche poblada de sombras. Eran cuatro corazones con freno y marcha atrás. Debajo de las palabras que todos empleaban se traslucía una decisión temerosa, posiblemente una inseguridad en el triunfo de sus propias convicciones más o menos aparentes. Unánimemente empeñaron sus esfuerzos en mantener una Catalunya sin diseño vigoroso, posiblemente para que Catalunya pasara el examen del Parlamento español.

Pero el Parlamento español, tanto ahora como en tiempos de la República, no cuenta con una izquierda capaz de ver en su verdadera dimensión la cuestión catalana; con un socialismo de entraña recrecidamente unitaria ahora, un eurocomunismo `patriótico' y una derecha pura y dura que se ha comportado como en tiempos del Gobierno Samper en 1934, que también utilizó con dureza, ante la postura del Gobierno catalán -entonces mucho más entera con el patriótico comportamiento del Sr. Lluis Companys-, la terminante decisión de emplear el Tribunal Constitucional -entonces Tribunal de Garantías Constitucionales- como una cizalla. Estas dubitaciones han pesado en el Tribunal Constitucional, formado por jueces a los que se dio una carta de navegar para no llegar a tierra. Yo me pregunto muchas veces si la Generalitat presente no se basará en las puras formas, como si reprodujera los míticos personajes pintados por Sert en el gran salón del bello palacio.

Y hasta esa playa inventada para amansar el mar llegó el Sr. Zapatero, connivente pasivo con el PP, que le ha prestado, con su ferocidad española, el servicio de un disfraz de progresismo. La verdad es que los socialistas siempre manejaron con infinita aprensión el intento nacionalista de Catalunya. Porque la cuestión viene de antiguo. A Catalunya ya se le hizo frente entonces, unos por activa y otros por pasiva, porque Madrid no puede existir como potencia interior sin Catalunya y Euskadi sometidos. Puro juego colonial. En Euskadi hubo que esperar a que la sangre de una guerra hiciera inevitable la existencia de un estatuto. En Catalunya empezó antes el regateo socialista, porque los socialistas catalanes no acaban de andar bien con las espardenyas. ¿Qué hará ahora Montilla con ese desgarrado Estatut que declara en su inicio la carencia de juricidad para el concepto de nación? Si ese concepto, que es el motor de toda legalidad legítima, queda inhabilitado ¿de qué Estatut nacionalista estamos hablando? Si la nación catalana se reduce a un esmorzar con calçots, la ofrenda del título de la Liga a la Virgen de la Merced y a la elevación de una torre de seis ante el delegado del Gobierno de Madrid, Catalunya seguirá siendo esa nación non nata para presentarse a sí misma ante la ciudadanía y el concierto de los estados.

El Constitucional ha introducido en los artículos estatutarios que tienen alguna sustancia nacionalista el bisturí hasta las raíces. Ni la lengua, ni las finanzas, ni el trabajo, ni la justicia han quedado libres del recorte esterilizante. Feo y contradictorio juego de acceder sin conceder. Recordemos al Sr. Zapatero: del Estatut aprobado en el Parlament de Catalunya y refrendado por el Congreso español no será tocada ni una sola palabra. Eso dijo el actual presidente español. Mienten mil veces. Ahí está como prueba histórica la abundante literatura sobre el Estatut en el marco de la República. Mintieron también una adhesión migrada y dejaron al fin que funcionara la guadaña del Tribunal de Garantías Constitucionales. De ello han dado fe en sus memorias muchos socialistas que hubieron de exiliarse.

¿Qué hará ahora el Sr. Montilla? ¿Irse de ministro a Madrid? ¿Rehacer el pacto que posibilitó esa sombra de Estatut que ha dejado en flecos el Tribunal Constitucional del Reino? ¿Y cómo se rehará el pacto ante la opinión pública catalana, que muy estatutaria o poco estatutaria ha sentido el bofetón en pleno rostro? Catalunya no es una nación, salvo para recordar su derrota ante Felipe V. Ahí queda establecida la frontera nacional catalana.

Es conveniente volver a repasar los hilos de la madeja que han revuelto los magistrados del Constitucional. Tanto Convergencia como el actual tripartito que gobierna Catalunya han sido proclives a subordinar la gran aspiración nacional catalana a una serie de cuestiones económicas y financieras que plantean una grave cuestión: ¿Hasta qué punto se puede distinguir entre el beneficio material que la Generalitat ha obtenido de esas concesiones y la debilitación fundamental del nacionalismo? ¿Son ambos aspectos equivalentes e intercambiables? Tengo graves dudas y me planteo la fina línea roja que puede separar la mejora financiera de la compraventa ideológica. Digo dudas, simplemente. Nada es tan peligroso en el análisis político como hablar con certeza del interior de las almas. En Euskadi el gran error de España consiste, precisamente, en certificar que el alma abertzale está poblada con armas. Pero dejemos hoy esta tremenda cuestión y tornemos al castrado Estatut de Catalunya.

Ya sé que los pueblos aspiran a que les devuelvan la riqueza que les arrebatan o que estiman, simplemente, que les corresponde. Mas los pueblos viven sobre todo de la gran pasión nacional, eso que parece irrelevante en la vida diaria, pero que se torna candente cuando alguien arroja agua helada sobre emoción tan callada como profunda. Tal acción lleva a reconsiderar la realidad múltiple de las cosas. En esa realidad aparece entonces algo que ya colma el vaso: la constatación sobre el poder creador del pueblo humillado. Cuando desde Madrid exhiben la ley cesárea frente a los vascos o los catalanes, ambas ciudadanías étnicamente seguras concluyen, sin hacer grandes números, que la riqueza que levantan de su suelo no proviene de la sociedad que les domina sino de sus múltiples relaciones con el mundo, en el que figura, cómo no, el mundo español. Pero este último acompaña sus intercambios con una serie de explotaciones e inconvenientes que hurtan a Euskadi o Catalunya sus mejores posibilidades de expansión. Esto también ha de asentarse en el debe y el haber. También vale a la hora de hacer las cuentas nacionalistas. En cualquier caso, ¿qué hacer ahora? ¿Crear un socialismo realmente catalán, ya que no existe tal partido? ¿Llamar a los convergentes a una política verdaderamente transparente -reflexión que también vale para medio PNV-? Pues no lo sé. Lo único de lo que estoy seguro es que Catalunya es una nación y que como tal tiene derecho a soberanía.

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