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La huelga general demuestra que, aunque inconstitucional, Euskal Herria es una nación

La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut de Catalunya establece que, a pesar de lo que afirman unánimemente las ciencias sociales, lo que demuestran varios análisis comparativos de indicadores socioeconómicos y, sobre todo, lo que defiende una mayoría aplastante de la sociedad catalana y de sus representantes políticos, Catalunya no es una nación. Es más, niega que los catalanes tengan derecho a reivindicar legalmente que sean miembros de tal nación. No les niega el derecho a ser catalanes ni en abstracto ni en privado, es decir, la posibilidad de decir que se sienten catalanes y sólo catalanes, sino el derecho efectivo a lograr un estatus legal que garantice el desarrollo de su cultura y el bienestar de sus habitantes según los acuerdos que logren sus representantes políticos y siempre que así lo refrende la mayoría de la sociedad catalana. Eso es, según la sentencia anunciada el pasado lunes, inconstitucional.

Quizá sea así. Quizá ciñéndose a la Ley española el Estatut pueda ser declarado inconstitucional. De hecho lo ha sido. Pero entonces se trata de una ley diseñada para cercenar derechos, no para garantizarlos. Los catalanes no le dicen a los españoles qué deben ser o sentir, dicen lo que son y sienten ellos y ellas. Los españoles que igualan nación y estado son los que quieren imponer su visión al resto, no al revés. Luego el problema es la Constitución española, no el pueblo catalán. Porque sea inconstitucional o no, Catalunya es una nación. Y lo es entre otras cosas porque la mayoría de quienes allí viven, independientemente de su afiliación política, de su tradición cultural, de su clase social o de su origen étnico, creen que es así. Y porque eso tiene un valor positivo para ellos, un valor que quieren garantizar y desarrollar.

Acorde con la relación de fuerzas en aquel momento, los partidos catalanes hicieron una reforma estatutaria que en ningún caso puede ser considerada «revolucionaria» o «rupturista». Menos aún después de haber sido rebajada, cepillada, por José Luis Rodríguez Zapatero y Artur Mas. Simplemente pretendían acercar ligeramente la ley a la realidad social y política del país. Si eso es considerado por el Estado un ataque, que nadie espere que ese país le tienda la mano a la metrópoli. El último catalán que la tendió, Josep Antoni Duran i LLeida, dijo ayer que tras la sentencia del TC el pacto constitucional de 1978 está «roto», «agotado».

Una nación por la vía de los hechos

Eso que algunos políticos catalanes han tardado más de tres décadas en admitir en público es algo que miles y miles de ciudadanos vascos han defendido en las calles -y, siempre que han tenido oportunidad, en las urnas- desde el primer momento en el que aquella Constitución se impuso en Euskal Herria. Otros, que en un principio creyeron de buena voluntad en las potencialidades derivadas de aquellos acuerdos, pronto se cercioraron de que el proceso de transición en el Estado español era de involución, no de desarrollo. Pronto hará quince años que el sindicato mayoritario en Euskal Herria, ELA, declaró que «el Estatuto ha muerto; lo han matado los centralistas». Hacer un breve repaso mental de lo ocurrido desde entonces hasta este momento, desde el comienzo de los macrosumarios y los procesos de ilegalización hasta el asalto a Ajuria Enea, pasando por los planes de Ibarretxe, puede ayudar a situar mejor esas palabras. Es significativo que tal afirmación provenga de uno de los protagonistas de la mayoría sindical vasca. Entre otras razones porque, en comparación con otras naciones, en Euskal Herria el sindicalismo es un agente social y político de primer orden.

Ayer lo volvió a demostrar en las calles, sacando adelante la segunda huelga general en poco más de un año contra los responsables de la crisis y en favor de otras políticas socioeconómicas. Las centrales abertzales han situado claramente el mayor peligro de los ajustes y las reformas planteados por la clase política y empresarial: su carácter estructural, el salto cualitativo que suponen en el recorte de derechos para los trabajadores presentes y futuros. Asimismo, la alternativa que promueve la mayoría sindical también destaca la necesidad de un cambio estructural pero en sentido opuesto, hacia un mayor reparto de la riqueza, en defensa de los servicios públicos, de una fiscalidad progresiva, en favor de los sectores más desfavorecidos... Todo ello desde una concepción de contrapoder y desde la convicción de que una transformación social en ese sentido es francamente positiva, más justa, más democrática y más equitativa. Pero también desde la consciencia de que así lo demanda una gran parte, una mayoría que cada vez se muestra de manera más clara, de la sociedad vasca.

Euskal Herria es una nación con características propias y con una balanza de poder distinta a la de otras naciones. Tal y como se ha señalado, la fuerza del sindicalismo es uno de los elementos que, en comparación, muestra esa relación de fuerzas particular. Son ejemplos como los de ayer los que muestran esa diferencia. Sin embargo, a día de hoy, esa balanza está trampeada, manipulada; no ofrece el peso democrático real, no tasa la voluntad popular en su conjunto. Las fuerzas sociales y políticas que buscan la justicia, la equidad, la emancipación en Euskal Herria deben acertar en su estrategia para hacer efectivo el peso social y político que tienen. De hecho, ayer dieron otro paso más en ese camino.

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