Argentina se une al selecto club de países donde el matrimonio gay es legal
Tras 14 horas de discusión y una ajustada votación, el Senado convirtió a Argentina en el primer país de América Latina en legalizar el matrimonio gay, poniendo punto final a un debate que crispó los ánimos y mostró las contradicciones de una sociedad progresista con resabios fuertemente conservadores en su interior provincial.Daniel GALVALIZI
La reforma del Código Civil aprobada el miércoles otorga los mismos derechos de los heterosexuales a las uniones entre personas del mismo sexo, incluida la polémica posibilidad de adopción. También equipara todos los derechos de herencia, de beneficios sociales y de decisión sobre el destino de la pareja en casos terminales.
Argentina entró así al selecto club de -hasta ahora- nueve países que legalizaron el matrimonio gay, en el que el pionero fue Holanda, en 2001. Otros veinte estados tienen normativa de unión civil, entre ellos Uruguay, donde también se posibilita la adopción y que hasta ahora era el país latinoamericano más avanzado en la materia.
El debate del proyecto -que ya había recibido media sanción en la Cámara de Diputados en mayo- comenzó el martes por la tarde y, como ya es tradición en el Parlamento argentino en relación a los temas más candentes, se prolongó durante largas horas, hasta que la votación final, a las 4 de la madrugada del miércoles, se saldó con 33 votos a favor, 27 en contra y tres abstenciones.
El voto a favor fue trasversal, y la flamante ley fue apoyada por gran parte del bloque kirchnerista pero también por una docena de legisladores opositores, especialmente de la socialdemócrata UCR y de partidos minoritarios progresistas. El rechazo al proyecto vino especialmente de parte de la totalidad del peronismo contrario a los Kirchner (de matriz conservadora) y de fuerzas de derecha del interior provincial.
Dura ofensiva de la Iglesia
Durante los últimos días se manejaba la posibilidad de que el proyecto cayera o incluso que fuera rechazado. La ofensiva hostil de parte de la Conferencia Episcopal local con respecto a la boda gay profundizó las presiones, especialmente de los legisladores de las provincias norteñas, en las que la Iglesia mantiene aún un nivel de influencia social muy alto en las elites políticas y en una sociedad mucho más conservadora que la de Buenos Aires y la región pampeana.
El kirchnerismo utilizó viejas artimañas para lograr los apoyos necesarios, como que la presidenta, Cristina Fernández, invitara en el último momento a su gira por China -que concluye hoy- a senadores de su bancada que se negaban a aprobar el proyecto.
La mayoría de los legisladores que veían con malos ojos la iniciativa propusieron un proyecto de unión civil donde se equiparaban algunos derechos de las parejas del mismo sexo con los de las heterosexuales, pero se negaba la posibilidad de adopción y se prohibía el uso de la palabra «matrimonio», los dos aspectos que más rechazo generaban entre sectores católicos. Ese «plan B» fue tildado de «apartheid» por el colectivo gay.
Tras la aprobación del proyecto en la Cámara baja, la cúpula eclesiástica argentina recrudeció sus ataques y viró su posición conservadora hacia un integrismo rancio, cayendo en algunos lugares comunes discursivos dignos del Medioevo, lo que crispó más los ánimos. El arzobispo de Buenos Aires y jefe de la Iglesia católica argentina, Jorge Bergoglio, había afirmado que el matrimonio gay era «una movida del diablo, la pretensión destructiva al plan de Dios», al tiempo que varias voces contrarias a la igualdad emitían mensajes homofóbicos tachando a los gays de promiscuos y de posibles perversores de los niños adoptados.
El martes último, unas 60.000 personas mayoritariamente católicas pero también evangelistas y del sector ortodoxo de la numerosa comunidad judía de Buenos Aires, se dieron cita frente al Congreso bajo el lema «Tenemos derecho a una mamá y un papá», en alusión a la posibilidad de adoptar.
La ambigüedad de siempre
Como es su costumbre, el Gobierno de los Kirchner mantuvo una postura ambigua y rayana al oportunismo con respecto a un tema que primero menospreció y luego le sirvió para uno de sus objetivos clave si quieren mantenerse en el poder en 2011: seducir a la clase media progresista.
La postura fanática de la jerarquía eclesiástica (desprestigiada entre amplios sectores sociales por su rol durante la dictadura militar y por sus posiciones ultraconservadoras) les regaló el enemigo perfecto para ello.
El Gobierno, acostumbrado a avanzar sin titubeos para forzar cualquier ley que le interesa, nunca se ocupó de la equiparación de derechos, ni siquiera en sus discursos. Cuando el tema saltó a los medios a finales de 2009 gracias a la dura campaña de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays Bisexuales y Trans (FALGBT) y a los fallos judiciales declarando la inconstitucionalidad de las uniones de personas del mismo sexo, algunos diputados buscaron llevar adelante este proyecto, pero contaron con el boicot indisimulado de sus colegas kirchneristas, probablemente para no empañar el viaje de la presidenta al Vaticano.
Tras el receso del verano austral, la FALGBT renovó su embestida parlamentaria y en mayo logró la aprobación del proyecto, aunque casi la mitad del bloque kirchnerista votó en contra. Pero al pasar el debate al Senado, más conservador por su carácter federal, los Kirchner aprovecharon para impulsar con fuerza la medida, hacer un guiño a los desencantados electores progresistas y capitalizar la radicalización ultra de la Iglesia.
Al llegar el debate al Senado, el tema había calado ya en la sociedad. La tensión creció pero no tanto como para que no valiera la pena aprobar la reforma social más importante de los últimos 25 años, desde que Raúl Alfonsín impulsara la Ley de Divorcio Vincular.
El matrimonio gay es ya legal. Un viejo déficit de derechos se salda de una vez por todas, pero su recorrido ha dejado expuestas las profundas contradicciones de Argentina, entre una idiosincrasia abierta, urbana y moderna y los vestigios de un conservadurismo patriarcal y suburbano.