Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU
Vivir la espera
Mantiene la autora que la espera, en su a menudo difusa relación con el deseo, tiene un reflejo social que nos empuja a consumir por encima de todo, «incitación que puebla nuestras mentes de esperas ávidas en la consecución de dinero y riqueza. Deseo endémico que produce insatisfacción crónica». En su análisis, Iñarra pone de manifiesto que la espera encierra en sí misma una paradoja que nace de la contraposición entre una espera «unida a la expectativa y a la prisa» que deriva de un «ritmo sociocultural depredador» y otra «desapegada, sosegada», «carente de perspectiva», que «tiene algo de eterno». Es esta última la que, concluye, «posee un gran poder como elemento de transformación de uno mismo».
Todo mundo, no sólo el del Génesis, también el que cada persona construye a lo largo de su vida, nace del deseo. Y todo deseo tiene, a su vez, en la obtención del logro algo de espera. Por ello el límite entre la espera y el deseo es, a veces, impreciso. En este sentido, uno de los deseos más extendidos, propio de las sociedades anómicas actuales, es el que apremia incesantemente a los individuos a consumir por encima de todo. Incitación que puebla nuestras mentes de esperas ávidas en la consecución de dinero y riqueza. Deseo endémico que produce insatisfacción crónica. Un constante desasosiego como el experimentado por el doctor Fausto en su relación con el personaje (Mefistófeles, en Goethe) que se muestra capaz de cumplirlo.
Para los humanos la espera se ha vuelto algo extraño, pues no se puede esperar de un pasado que no regresa, ni de un futuro que no está. Sin embargo, siempre se espera algo, sobre todo, del porvenir. Y si alguien se obstina, precisamente, en la necesidad persistente de algo, ése es el yo adquirido. Siempre demandante, construye su propio universo ansiógeno con la ilusión de realizarse en un tiempo que vendrá. Esto acontece de tal manera que uno se impacienta y se desvive en un aguardar insaciable por la obtención de los más variopintos objetos, pues nunca se sabe si se va a obtener el resultado deseado o fracasar. Es entonces que el incierto porvenir -irreal, pero muy vivido- nos acecha como un horizonte amenazador, como un tiempo de inquietud, que termina por afectarnos creando un estado mental de desazón.
En el actual contexto de desasosiego cultural, hemos escuchado a menudo que a nadie le gusta esperar. Esta expresión con aspecto de máxima refleja nuestro modo de vivir. Rechazamos esperar porque vivimos en la cultura de la prisa, es decir, en la cultura en la que consumimos tiempo. Pero la espera necesita precisamente del no tener prisa. Hemos renunciado a la espera sin prisa y estamos aquejados de la inquieta impaciencia, la que nos desarraiga de la actitud de espera.
En el polo opuesto a esta actitud general e inducida se encuentra la espera silenciosa. Su ejemplo más claro lo ofrece la naturaleza, cuando las plantas perseveran calmadamente en su florecer o las aves migratorias se adaptan espontáneamente al entorno hasta que sienten llegada su época de migrar. En el reino de los mamíferos, a su vez, hallamos la espera leal e incondicional del mejor amigo del hombre. Recordamos la película «Siempre a tu lado. Hachiko», donde L. Hallström relata un suceso real: la relación entrañable entre Ueno, un profesor universitario, y su perro Hachiko. Éste iba todos los días a recibirle a la estación cuando regresaba del trabajo. Cuando Ueno muere, el perro seguirá esperándolo todos los días, a la misma hora y en el mismo lugar, durante los diez siguientes años hasta su muerte.
Es bien sabido que la relación del humano con los animales no corre habitualmente tal suerte. Fijémonos ahora en la relación que mantiene el torero y los espectadores con el toro en la plaza. Contrasta la espera expectante de la afición taurina, enardecida, frente a la última espera silenciosa del toro, cuando éste intuye que el matador, ejecutor de un arte mitificado, instintivo y atávico, se prepara a darle, en su acechanza impune, la última estocada.
Pero el esperar humano puede ser, no obstante, una manera de existir, pues el día a día se convierte en un espacio de esperas. Aunque esto no lo advirtamos debido a la rutinización que fabricamos en lo cotidiano. Así, desde que nos levantamos aguardamos a que el desayuno se caliente, el semáforo se ponga verde para poder atravesar la calzada. Aguardamos, asimismo, a determinadas personas en el trabajo. Esperamos un dinero, el amor, a un amigo, el nacimiento de un hijo, una carta, o la aprobación del otro. Mas la espera puede resultar, además, difusa y simultáneamente pertinaz, como lo es la de Estragon y Vladimir. Los personajes de Beckett en su permanente espera de un tal Godot, del que todo lo que llegamos a saber es que llegará mañana. Siempre mañana.
- E: ¿Y si no viene? / V: Volveremos mañana
- E: Y pasado mañana /V: Quizá
- E: Y así sucesivamente.
Otras veces nos hallamos colectivamente vigilantes a que la guerra se extinga, o a que un sistema social y político alienante se trasmute. Todo tipo de esperas para toda clase de momentos y personas, incluida, estimado lector, la espera tranquila de la muerte, una vez vaciado de expectativas, pero con una irremediable curiosidad ante el misterio.
La espera, ocasionalmente, se suele convertir en anhelo de cosas imposibles, como cuando confiamos en la llegada de un salvador político o religioso, en la consecución de la seguridad o de la felicidad como un objeto a conseguir. Solemos aspirar, asimismo, en ese aguardar inalcanzable a que las cosas o las relaciones permanezcan, o al hallazgo de la verdad en las creencias prestadas. Un anhelo destinado a convertirse en doloroso cuando no asumimos que la muerte prevalece sobre la belleza de la vida, y no se afronta que la persona ausente nunca regresará.
En la espera existe, asimismo, una disposición de esperar a alguien o algo. Late la idea de algo por llegar. Concebimos el mundo, en buena medida, esperando, deseando, y se nos ha llevado a creer que una vida sin espera es un mundo sin esperanza, sin futuro. Tal vez, precisamente porque esperar es en sí mismo sencillo y natural. Es una actividad que no precisa hacer, pensar, sentir o, en suma, forzar.
La paradoja de la espera es que contiene dentro de sí muchas posibilidades y se le puede dotar de distintos fines. En este sentido, podemos hablar de dos formas de esperar. Una muy extendida, la que comúnmente vivenciamos, que está relacionada con el apego. Se trata de la espera unida a la expectativa y a la prisa. Legalmente constituida, deriva de un ritmo sociocultural depredador, que trae como consecuencia un tipo de relaciones de no escucha y, por lo tanto, la renuncia al contacto real con el otro. La otra, más inusual, se caracteriza por ser desapegada, sosegada, tiene algo de eterno, pues se vuelve no tiempo.
Es la espera carente de perspectiva, desprovista de esperanza, promesa e ilusión, que te coloca en el centro del momento que experimentas. Se trata de un estar receptivo, no forzado, natural. Es la hermosa espera que te convierte en receptivo. Esta actitud de atenta espera consiste en una disposición sutil que no se trasmite habitualmente. Posee un gran poder como elemento de transformación de uno mismo. Y en la interacción con el otro rompe la atrofia de la máscara imaginaria que nos creamos en la relación con los demás, facilitando un encuentro acogedor.