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Antonio Alvarez-Solis Periodista

La debilidad de un gobierno

No es fácil medir la debilidad de un gobierno. La debilidad constituye un déficit primordialmente moral y, como toda expresión moral, es difícil calibrarla con datos numéricos y referencias estrictamente materiales. Hay un dato, sin embargo, que orienta sobre este asunto: la dureza en los comportamientos gubernamentales y el volumen y perfil de sus contradicciones. Los gobiernos débiles, es decir, de bajo nivel moral, suelen exhibir una dureza poco o nada estructurada y, además, extemporánea. Por ejemplo, la decisión del Gobierno de Madrid de militarizar el servicio del control aéreo. Hay en esa militarización dos rasgos que, además, la condenan políticamente: su proceder subrepticio y la forma sorpresiva con que se quiere realizar.

La mayoría de las militarizaciones suelen realizarse cuando la capacidad política está en ruinas; cuando el gobierno se ve incapaz de maniobrar con herramientas civiles. España ha sido pródiga en militarizaciones, sobre todo en servicios de gran eco popular, como los transportes y comunicaciones. Podrían recordarse numerosas y violentas intervenciones gubernamentales en los ferrocarriles para hacer frente a situaciones que desembocaron al fin en sucesos sangrientos.

Cuando el conflicto, normalmente una huelga, se produce en ámbitos denominados estratégicos por su repercusión en la vida cotidiana de la ciudadanía, algunos gobiernos acusan su debilidad política con expresiones agudas de miedo ante la respuesta de la calle. Ése es el momento en que esos gobiernos se acogen a la fuerza militar. Y es el empleo de esa fuerza la que acaba precisamente por desmoronarlos. El recurso a la militarización transmite debilidad política, sobre todo en pueblos que no han gestado la democracia en cualquiera de sus manifestaciones históricas.

No hemos de olvidar, llegados a este punto, que España ha vivido la casi totalidad de su historia en un recinto dictatorial, lo que la invalidó para toda modernidad social y malogró el audaz experimento de las dos repúblicas. El pueblo español se mueve, pues, por emociones muy inmaduras que le impiden una reflexión ordenada sobre los procedimientos políticos a emplear en cada momento. Se bambolea entre un caudillaje fanático que le evite el trabajo complejo del pensamiento y una anarquía primaria y desmedulada, sin la nobleza de todo contenido ideológico sólido y opuesta paradójicamente a ese caudillaje. El español no ha elaborado un sentido efectivo de la colectividad como sujeto de derechos y obligaciones.

Esto, repito, sustenta desordenadamente gobiernos que oscilan entre el halago contradictorio a las masas efervescentes y confusas y la represión final de esas masas cuando al fin se enfrentan al poder vacío. El uso de la fuerza militar o de la actuación forense sin ton ni son festonea estos periodos de desorden gubernamental.

El mundo está viviendo una época de dureza gubernamental -en algunos países de occidente atenuada por el funcionamiento al menos facial de la democracia- y como consecuencia la brecha existente entre la clase gobernante y la ciudadanía se va ampliando de modo muy sensible.

En España ese distanciamiento alcanza ya cumbres escandalosas. El Gobierno socialista se cuartea sin saber cómo salvar su propio enunciado ideológico y, a la vez, cómo servir con la máxima eficacia a la clase dominante. Producto de esta incertidumbre posicional es la actuación multidireccional de su presidente, Sr. Zapatero, que ha de hacer escandalosos, por inútiles sobre todo, equilibrios entre el jacobinismo nacionalista español y los nacionalismos catalán y vasco que buscan la soberanía de sus ciudadanos. Por ahora este balanceo entre los tres nacionalismos ha producido un robustecimiento pasional de elemental nacionalismo español -que se ha endurecido frente al Gabinete Zapatero- y un crecimiento muy visible en los nacionalismos soberanistas vasco y catalán, que está despejando de paso el doble juego de los nacionalistas conservadores de Catalunya y Euskadi.

El cuarteamiento político del Estado no puede revertir, por tanto, más que en un endurecimiento del poder central que afecta a las libertades fundamentales y a los derechos humanos y cívicos de la ciudadanía. Paradojalmente, el sistema carcelario, de tipo material o psicológico, en que ha devenido el Estado español actúa como grillete sobre sus mismos dirigentes, ya que les impide la práctica de la razón y del normal convenio en torno a los gravísimos problemas existentes. La debilidad del mecanismo político español se acentúa por momentos y aumentará la destrucción del aparato institucional, sostenido simplemente sobre una pura y disparatada retórica que denuncia, con la contraposición de los hechos, su ansiedad por la pura supervivencia.

Ahora bien, cabe pedir que cada cual se llame a la responsabilidad que entraña esta descomposición política, tanto en España como en Catalunya y Euskadi. Entre los que se reclaman de nacionalistas vascos o catalanes queda por ver si son capaces de aprovechar la situación para concentrar y radicalizar sus fuerzas para conducir a ambas naciones hacia la soberanía que les corresponde como tales entidades nacionales. La hora no es para amasar una pasta sospechosa y quebradiza, sino para fabricar un pan que huela a horno casero.

Comprende cualquier analista serio la irritación con que los soberanistas contemplan las maniobras tortuosas con que los nacionalistas de frase y negocio proceden en su mercado suburbial al intercambio de la ideología sólida por concesiones cuya materia se alcanzarían sin mayor esfuerzo en el marco de una política soberana. Entiendo que el abertzalismo progresista y de izquierda plantee con lenguaje cada vez más claro la identidad que existe entre libertad nacional y el verdadero progreso de Euskadi o Catalunya. En esta última los partidarios del soberanismo están asistiendo a un preocupante vaivén de organizaciones como Esquerra y el conglomerado ecocomunista, que manifiestan en el ámbito catalán lo que luego emborronan con su comportamiento en el Parlamento español. Lo mismo cabe decir del peneuvismo que se maneja en la Cámara de Madrid. Hay una rara sombra de españolidad incierta capaz de reducir la luz soberanista.

Lo que parece evidente es que la dureza legislativa y ejecutiva del Gobierno del Sr. Zapatero inficciona la democracia y arruina las libertades. Su huída permanente hacia la circunvalación de los problemas le va recortando su espacio político, como le ha sucedido ahora con su negativa a reunirse con la minería socialista de Asturias y León en Rodiezmo. Ya no tiene nada que decirles a quienes ha engañado sistemáticamente sobre el mantenimiento de los derechos sociales que hasta ahora nutrían el difunto estado del bienestar.

Madrid y sus coadjutores en Catalunya y Euskadi están jugando una partida simplona en donde claman contra la intransigencia mientras, al mismo tiempo, van agusanando las pocas herramientas autonómicas que quedan utilizables. Gobernar con las fuerzas de orden público, los jueces y la organización militar no es gobernar. Y esto lo saben tanto en Madrid como en Lakua. Si no se recupera la flexibilidad que es tributaria de la razón, el choque social continuará prevaleciendo en tierras catalanas y vascas. Frente a ello ya no vale, en buena aspiración a lo político, convoyar con leyes situacionales las agresiones que se producen a los dos pueblos. Lo que quizá escandalice seguramente más a la ciudadanía es que esta rigidez por parte del Gobierno central venga envasada en una dureza que quiere aparentar pulso firme y defensa de los valores fundamentales de la convivencia. Terrible debilidad.

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