De My Lai a Kandahar, la guerra es vulnerable a la voz de los pequeños
La publicación de los documentos secretos sobre la guerra de Afganistán, además de sacudir la opinión pública internacional, ha removido algunos de los resortes más entumecidos del periodismo. Las nuevas tecnologías y el activismo alternativo han demostrado que la ley del silencio del poder también tiene grietas.
Fermin MUNARRIZ
Ha sido calificada como «la mayor filtración de los servicios de inteligencia de la historia». El pasado lunes, los diarios «The New York Times» (EEUU) y «The Guardian» (Gran Bretaña) y el semanario «Der Spiegel» (Alemania) difundían las conclusiones de más de 90.000 documentos con el sello «Secreto» de Washington sobre la guerra de Afganistán (desde enero de 2004 hasta diciembre de 2009, justo antes de que Barack Obama anunciara su cambio de estrategia sobre el conflicto). Pero la noticia tenía además otro ingrediente inédito: era la agencia alternativa de información Wikileaks la que había suministrado a los tres medios los papeles, filtrados por una persona anónima.
La información revelaba matanzas de civiles desarmados, el fracaso de los aviones de espionaje no tripulados, la sofisticación del armamento de la insurgencia y -la más grave- la connivencia y colaboración del ISI (servicio de inteligencia paquistaní) con los taldas, no dejaban de ser demoledoras. El propio NYT apuntaba que los papeles demuestran que «después de que Estados Unidos se ha gastado casi 300.000 millones de dólares en la guerra de Afganistán, los talibán son más fuertes que nunca». En otras palabras, Estados Unidos está perdiendo la guerra.
Los comprometedores documentos, además, llegaban precisamente la semana en que la Cámara de Representantes debía aprobar una ampliación de otros 33.000 millones de dólares para enviar 30.000 soldados más a Afganistán. La primera onda expansiva de la filtración informativa alcanzó el hemiciclo: 114 congresistas demócratas votaron el pasado miércoles en contra de lo propuesto por su presidente.
Para entonces, la información había dado la vuelta al mundo de titular en titular en todos los soportes posibles. La Casa Blanca encajó mal el golpe: no desmintió la información pero cargó contra el mensajero, una descarada y minúscula agencia de información con el único instrumento de un portal en internet que se dedica a difundir las filtraciones remitidas por anónimos.
Wikileaks (leak significa filtración) había remitido la documentación a los tres medios semanas antes con el fin de que la analizaran y la contrastaran. El único requisito: no publicarla antes del 26 de julio. Los medios aseguran no haber pagado por la información. Y según lo acordado, el día previsto las tres cabeceras difundieron las conclusiones en sus ediciones digitales e impresas.
Por su impacto, el fenómeno fue comparado con los conocidos como «Papeles del Pentágono». En 1971, el ex empleado del Departamento de Estado Daniel Elsberg obtenía una copia de los 7.000 folios del informe sobre las actividades de EEUU en Vietnam entre 1945 y 1967, que desvelaban acciones ilegales y criminales y, sobre todo, el rumbo hacia la derrota de la guerra en el sudeste asiático. En junio de aquel año, «The New York Times» hacía públicas las conclusiones y desencadenaba una tormenta política de magnitudes insospechadas, que acabó sumando argumentos a la dimisión del entonces presidente Richard Nixon. No detuvo la guerra, pero contribuyó a ello por su efecto en la opinión pública estadounidense.
Nadie quería publicar
Apenas dos años antes, otro antecedente periodístico había marcado un punto de inflexión. El 16 de marzo de 1968, una compañía del Ejército de EEUU tomaba la aldea de My Lai en Vietnam y mataba a sangre fría a 504 civiles -mujeres y niños en su mayoría-. La operación trascendió oficialmente como un enfrentamiento con el Vietcong en el que murieron 128 guerrilleros. Sin embargo, el soldado Ron Rindenhour oyó hablar de la matanza y durante un año intentó despertar el interés de la prensa de su país -especialmente de «Newsweek»- sobre las atrocidades de la contienda y sobre el consejo de guerra contra un teniente implicado.
Sus esfuerzos fueron baldíos a pesar de que la prensa estadounidense disponía de más de seiscientos periodistas acreditados en Saigón. Era la ley del silencio impuesta por quien entonces dirigía una guerra que todavía contaba con la aquiescencia de los medios y la población. Rindenhour insistió hasta topar casualmente con un jóven periodista freelance, Seymour Hersh, que se volcó sobre el tema. Recorrió 80.000 kilómetros en Estados Unidos e hizo decenas de entrevistas. Cuando tuvo la investigación concluida, la ofreció a las potentes revistas «Life» y «Look», pero no les interésó.
Tras más intentos fracasados, Hersh recurrió a la pequeña agencia de noticias Dispatch News Service, que la envío a varios medios en noviembre de 1969. La noticia alcanzó tímidamente alguna primera página. Los grandes medios se volcaron entonces y enviaron a sus expertos al mismísimo lugar de los hechos. La tenacidad de un periodista y de una pequeña agencia había podido contra la losa de silencio. Los horrores de la guerra llegaban a la sociedad estadounidense en lo que se consideró uno de los clímax que modificaron la percepción de la ciudadanía sobre aquel remoto conflicto bélico.
El papel que acabó jugando la prensa en la formación de la opinión pública en tiempos de guerra no pasó desapercibido a los artífices de nuevos conflictos; desde entonces, la información y la libertad de expresión han vivido una cuesta abajo permanente en los escenarios bélicos. Muestra de ello es la nueva fórmula del «empotramiento» de periodistas en las tropas ocupantes en la guerra de Irak. El corresponsal ya sólo ve y cuenta lo que le permiten los especialistas militares en administrar la información oficial.
Durante las últimas décadas, el periodismo clásico parecía haberse instalado en el confort de la condescendencia y en la preocupación por adaptarse a la nueva era tecnológica para sobrevivir como negocio. La filtración de Wikileaks, en cambio, podría haber abierto una esperanza; ha demostrado que son posibles nuevas fórmulas informativas, con rigor y calidad, al servicio de la verdad y, en particular, de los más desprotegidos. Por ello la noticia que sacudió al mundo el pasado lunes no afectaba sólo a la marcha de la guerra en Afganistán.
La asociación sin ánimo de lucro Wikileaks nació en diciembre de 2006 de la mano del australiano Julian Assange y un grupo de activistas preocupados por los derechos humanos y contra la guerra. «Somos la primera agencia de información del pueblo», dicen sus fundadores. Su objetivo era servirse de los avances que ofrece la web 2.0, que abre los cauces de participación a los usuarios, y estimular nuevas formas de periodismo en las que los propios ciudadanos informan. Para ello abrieron un portal especializado en la red (www.wikileaks.org) en el que personas anónimas pueden colgar, con toda las garantía y mecanismos de seguridad, documentos confidenciales (escritos, sonoros o de imagen). La agencia -por denominarla de alguna manera- se compromete a su difusión sin juzgar la información, pero sí contrastando sus fuentes y su veracidad.
Para ello -según sus propias fuentes- cuenta solamente con cinco voluntarios con dedicación completa y unos ochocientos colaboradores (abogados, periodistas, técnicos informáticos...). No disponen de oficina ni de país de residencia oficial; simplemente «están» en el ciberespacio. El portal está alojado en el servidor sueco PRQ, puesto que las leyes de aquel país protegen sólidamente el anonimato de las fuentes informativas.
Donaciones de particulares
Según han explicado en reiteradas ocasiones a la prensa sus responsables, Wikileaks se financia mediante donaciones particulares de anónimos y no acepta aportaciones de gobiernos, corporaciones ni bancos. Ellos son, precisamente, el objetivo de sus revelaciones más escandalosas. El presupuesto anual ronda los 200.000 euros, si bien a comienzos de este año hubo de cerrar temporalmente por falta de liquidez. El lema de su campaña de recaudación de fondos fue «Nosotros protegemos el mundo, ¿pero nos protegerás tú a nosotros?»
Según ha reconocido estos días su creador, Assange, de 39 años, la agencia necesitaría 600.000 euros para asentarse, consolidar nuevos proyectos y atender mejor la media de 30 aportaciones que recibe diariamente. Sin duda, la filtración de los documentos de Afganistán disparará exponencialmente la información recibida. Wikileaks ha demostrado gozar de reconocimiento y de rigor. Y de llegar a todo el planeta, además de poseer sistemas que garantizan el anonimato de sus whistleblower (literalmente «tocadores de silbato») o informadores. Los propios servicios de contrainteligencia de EEUU, preocupados por la envergadura que están adquiriendo estos alternativos de la información, han intentado impedir la actividad de Wikileaks... pero la propia Wikileaks ha descubierto los planes publicando los documentos originales del Pentágono.
Lejos de una actitud informal y amateur que muchos habrían podido presuponer, la agencia -sin perder su carácter alternativo- ha demostrado profesionalidad, rigor y maestría a la hora de dosificar la información. No en vano, han abierto nuevas fórmulas al periodismo habilitando un canal directo entre la fuente y el público. Su página contiene ya 76.000 documentos (al margen de los últimos de Afganistán) que, entre otros temas, han sacado a la luz los mensajes de correo electrónico de científicos de la universidad inglesa de East Anglia que exageraban los efectos del cambio climático, el listado de miembros del partido racista BNP (Partido Nacional Británico en inglés), los manuales de tratamiento de los prisioneros de Guantánamo, las comunicaciones del World Trade Center del 11 de setiembre de 2001, las matanzas en Kenia, el caso de la empresa Trafigura que provocó el envenenamiento de 85.000 personas en Costa de Marfil o, tal vez, el más conocido vídeo «Collateral murder» (asesinato colateral), grabación realizada por el propio Ejército estadounidense sobre el ametrallamiento desde un helicóptero Apache y muerte de doce civiles en Bagdad el 12 de julio de 2007. Este vídeo fue colgado en internet por Wikileaks el pasado 5 de abril. En sólo 72 horas recibió 4 millones de visitas.
Soportes nuevos y clásicos
Definitivamente, el periodismo se está nutriendo de nuevas fórmulas. ¿Por qué entonces Wikileaks recurrió a tres grandes medios clásicos para revelar el secreto más grande conseguido hasta la fecha?, es la pregunta que se han hecho responsables de medios de comunicación de todo el mundo. Las respuestas son muchas y variadas, pero la mayor parte de los analistas parecen coincidir en algunos puntos: Wikileaks dispone sólo de un portal en internet y, por muy emergente que sea este soporte, todavía no es suficiente. El papel no ha muerto. Además, los tres medios cuentan con ediciones tanto impresas como digitales, que rebotaron inmediatamente la información escrita y multiplicaron su efecto difusor. A partir de ahí comenzaba una cascada que iba trasladando la información al resto de medios del mundo en un efecto expansivo de alcance planetario. No hay país sobre la tierra al que no haya llegado la filtración de esta modestísima agencia alternativa.
Los tres países elegidos para la difusión son, además, los que mayor número de tropas tienen destacadas en Afganistán y los que, por tanto, deben frenar la sangría de aquel país. Wikileaks quería actuar sobre las conciencias con la esperanza de «alterar de forma significativa la voluntad política de EEUU -según ha explicado el propio Assange-; los abusos de la guerra deben parar».
Para conseguir esos fines, sin embargo, Wikileaks no ha podido bastarse por sí misma y ha tenido que recurrir a cabeceras que en otras circunstancias pudieron ser aliados objetivos del silencio oficial. Sin embargo, lo ocurrido con esos papeles ha beneficiado a ambos: en una especie de simbiosis, los medios clásicos han obtenido una información -sin que consten pagos- que podría hacer historia y han actualizado su capacidad de incidir en la sociedad. Wikileaks ha tenido que buscar amparo en las estructuras clásicas del periodismo, donde un intermediario -el periodista-, contrasta la veracidad, contextualiza la información y la difunde, pero con ello se ha contagiado del prestigio y rigor que emanan de ese modo los tres grandes medios impresos. Así ha obtenido, además, y de manera gratuita, la mayor campaña de imagen y publicidad que pudiera imaginar.
Y todo comenzó con un puñado de activistas y un ordenador.
Wikileaks cuenta con cinco voluntarios a tiempo completo y una red de 800 colaboradores entre abogados, periodistas y técnicos informáticos.