Julen Arzuaga Giza Eskubideen Behatokia
Vigilando al vigilante
Los abusos policiales son habituales en Euskal Herria, especialmente en el periodo estival, cuando los políticos «dejan la gestión de la cosa pública en manos de su policía», según afirma Arzuaga, quien aporta varios de los innumerables ejemplos de arbitrariedad y de que «los guardianes de la norma son, además, sus transgresores», ejemplos que ilustran la necesidad de una reflexión sobre el cometido de las Fuerzas de Seguridad.
Los políticos se retiran a sus palacios de verano y dejan la gestión de la cosa pública en manos de su policía. Los mastines cuidan del rebaño, mientras sus jefes se bañan. Y subrayo el posesivo «su», porque si alguna vez existió una guardia pretoriana para protección exclusiva de los patricios más insignes, de su estatus y de sus intereses, el modelo sigue hoy vigente. Quienes han accedido a responsabilidades de gobierno -sin entrar ahora al cómo- se siguen dotando de una escolta militarizada que pase a la ofensiva, llevando a la práctica sus oscuros designios por métodos violentos.
¿Alguien quiere datos? Están en todos los festejos. En una comida popular. En cualquier control político de carretera. Esperando a conducir al próximo joven a un bosque o un descampado. En la última huelga, un tipo encapuchado, vestido de negro integral, con casco rojo e insignias autonómicas espeta a un sindicalista que su derecho a la huelga le importa «tres cojones» y pasa a la carga. Ración de testosterona para reconducir el ejercicio de un derecho.
Hemos conocido tramas de espionaje en la Ertzaintza en Araba cuando todavía la gestionaba el PNV. También en Iruñea la Policía Municipal se empleaba a fondo contra jóvenes que pretendían sacar una ikurriña en el comienzo de sus fiestas y les veíamos repartir candela a los últimos que apuran diversión en el conocido «encierro de la Villavesa». La estopa policial, principio y fin de todo. Quedaron registradas torturas a un inmigrante en sus dependencias antes del festejo y durante se les grabó amenazando de muerte a sus convecinos: ¡malditas cámaras, que lo recogen todo!, pensarán. Con más impunidad trabajan mejor.
También un policía decorado con símbolos fascistas defendía a su equipo de fútbol echando mano a su arma al cincho frente a peñas de merienda. «Era un hombre, ahora es poli», según decía Evaristo. Otra guarnición celebra el triunfo de once millonarios en un país que homenajea hoy a su presidente por haber estado 27 años en prisión: «Viva España, campeones del mundo», gritan desde sus coches oficiales. Todos los días nos recuerdan en nuestras carreteras, a punta de metralleta, que vivimos bajo su bota. Pero claro, ¡la violencia es de otros!
Constituyen nuevas brigadas especiales. Ante unos de globos de helio en fiestas de Barakaldo con fotos de personas -presas, pero personas-, en vez de desatar el nudo -nótese la carga metafórica- prefieren resolver a tiros, haciendo puntería con fusiles de francotirador. Una división pertrechada con material militar de última generación que se preocupa más por como comunicará a sus feligreses la propaganda armada que por las evidencias que aportará ante el juez. Porque la eficacia yace en la acción policial, no en su veracidad o su ajuste a la ley. Menos aún cuando las primeras sentencias por enaltecimiento tienen decisión absolutoria. Poner fotos en una taberna, darles presencia en un chupinazo, no es delito, Audiencia Nacional dixit.
¿Cambiarán de registro? No, seguirán en las suyas, porque la función prioritaria que hoy se otorga a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no es hacer cumplir la ley. Tampoco es ofrecer seguridad a ciertas personas que se pudieran ver amenazadas, que puedan ver peligrar su integridad física, moral o patrimonial ante un acto ilegal. Vemos, más bien, que vienen a proteger viscerales intereses de unos pocos, apoyados en leyes de contenido indeterminado: zurran en nombre de la Ley de Símbolos, que habla de colores prohibidos; cargan por la Ley de Víctimas, que se refiere a venganzas encubiertas; se arremangan a la puerta de la sala de interrogatorios invocando la Ley Antiterrorista, sabiendo que no hay delito en la acción de quien, aterrado, espera dentro.
¿Suficientes ejemplos para justificar lo oportuno de una reflexión social sobre el papel de las Fuerzas de Seguridad? ¿Sobre el modelo policial que el pueblo quiere y/o necesita? Otro debate que los políticos que se turnan en la dirección de la tropa nos han substraído. ¿Se ha preguntado alguna vez directamente al ciudadano la opinión que le merecen quienes presuntamente les protegen? ¿Asisten o entorpecen el ejercicio de derechos y libertades? ¿Son servicio o son parásitos? ¿Cuál es la acción que el pueblo llano piensa debe ser desempeñada por estos personajes supervitaminados? ¿A quién se deben? ¿Son libres de hacer lo que quieran?
Pero no. Como cualquier otro debate necesario, mejor ocultarlo tras leyes, reglamentos e instrucciones varias. Letras que distraen la repetitiva melodía. Decía Piotr Kropotkin, el príncipe anarquista: «ven los críticos al carcelero que va camino de perder todo sentimiento humano, al detective entrenado como perro de presa, al soplón que se desprecia a sí mismo; la denuncia convertida en virtud; la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todas las peores cualidades del género humano favorecidas y cultivadas para asegurar el triunfo de la ley». En efecto, la gran paradoja: la acción policial que cada vez más contraria a derecho se muestra, se justifica y legitima en la propia ley. Los guardianes de la norma son, además, sus transgresores.
Aparte de cuatro exaltados que les aplauden con los intestinos, la solicitud de una policía popular, civil, cercana a la persona, ocupada en cuestiones de seguridad ciudadana, parece ser una demanda de base. Depurar los cuerpos policiales sobre esta premisa es prioritario. Esta tarea no tendría que estar sometida a contextos socio-políticos o a circunstancias cambiantes de carácter político. Un proceso de auto-democratización de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado debería darse motu proprio, basado meramente en la perentoria necesidad de que así sea.
Pero si no es así, ciertos otros movimientos en el ajedrez político vasco deberían obligar a cambios inmediatos en este ámbito. ¿La reclamación de un nuevo escenario político en el que se desactiven violencias políticas no obliga a tomar medidas en las tropas particulares, a reducir todos los arsenales? ¿La desmilitarización sólo tiene una cara? Ante un viraje de la situación política, ¿en qué se justificará no ya el abultado número de policías, escoltas, militares, espías... en tierra vasca, sino las atribuciones legales -e ilegales- con que se les dota? Las normas especiales, las excepciones y salvedades a la acción policial, la maldita «discrecionalidad» interpretada como barra libre del uniformado... la nómina por servicios prestados a la violencia estatal ¿cuándo se convertirá en un finiquito? Si se demuestra que la demanda de que esas fuerzas extrañas que continuamente desnaturalizan el debate político desaparezcan de esta tierra es un sentimiento firmemente arraigado en mayorías sociales, ¿cómo se justificará la persistencia del acantonamiento de estas fuerzas en nuestras ciudades y pueblos? Si la voluntad mayoritaria es favorable a que desaparezcan, ¿quién se atreverá a soslayar la discusión sobre el modelo policial que los ciudadanos y ciudadanas de este país, y solamente ellos y ellas, necesitan?
Mientras se van royendo las murallas de barracones militares y cuarteles, y antes de que caigan definitivamente, seguiremos apuntando en nuestras cada vez más voluminosas agendas las actuaciones arbitrarias que hoy atestiguamos. Recontamos los ultrajes a que nos someten. Un día, cercano, serán argumentos para exigir cuentas. Vigilamos a quienes nos vigilan.