ACUERDO DE OSLO
Estados Unidos, Israel y Rusia siguen con bombas de racimo
El tratado contra las bombas de racimo firmado en Oslo en 2008 entró en vigor ayer sin que dos de los países que más las han utilizado, Estados Unidos e Israel, y otras potencias militares como Rusia asuman el compromiso de desmantelarlas o no usarlas. Se calcula que estos artefactos de efecto retardado e indiscriminado han matado ya a unas 100.000 personas desde que los nazis empezaron a usarlas en los años 30. Aproximadamente un tercio de ellas eran niños.
GARA | DONOSTIA
Thomas Nash, presidente de la plataforma contra las bombas de racimo que agrupa a más de 300 ONG, considera el día de ayer, 1 de agosto de 2010, como «un día de celebración, la concreción de un sueño que parecía imposible y que ha hecho realidad la voluntad de la sociedad civil con la ayuda de algunos estados». Aquí está precisamente el problema. Desde que el acuerdo de Oslo fuera aprobado en diciembre de 2008, un centenar de países se han comprometido a desmantelar o a no utilizar este armamento de efectos devastadores e indiscriminados, pero los principales productores siguen sin firmarlo. La lista está encabezada por Estados Unidos e Israel -que han usado bombas de racimo en conflictos recientes o aún abiertos como los de Irak y Líbano-, y en ella figuran también otras potencias militares como Rusia o China.
Entidades humanitarias y organizaciones no gubernamentales prefieren ver la botella medio llena y esperan que la entrada en vigor del tratado anime a adherirse a aquellos países que aún no lo han hecho y que son los principales productores.
La Convención que prohíbe el uso, desarrollo, fabricación, adquisición y almacenamiento de las bombas de racimo y mejora la asistencia a las víctimas fue firmada en Oslo en diciembre del 2008, y para su entrada en vigor era precisa la ratificación de un mínimo de 30 países firmantes. A día de hoy, alrededor de un centenar de países han suscrito el tratado internacional y 37 de ellos lo han ratificado. El Estado español es uno de ellos.
Consultado sobre la fuerza y la utilidad de una Convención que no incluye a los principales productores ni tampoco a países con conflictos armados vivos o latentes, como India, Pakistán o Israel, Nash contesta que lo importante es el precedente y la fuerza «estigmatizadora» del mismo, y se muestra convencido de que tarde o temprano se unirán al mismo.
«Claro que nosotros queremos que todos formen parte del acuerdo, pero debemos recordar que ya se ha conseguido que las fuerzas de la OTAN no las usen desde 2003», señala.
En casi todos los conflictos
Las bombas de racimo contienen en su interior cientos e incluso miles de mini-bombas que pueden matar en un radio de 15 metros, y se mantienen activas durante más de 40 años, por lo que son altamente peligrosas para la población civil.
Se han empleado prácticamente en todos los conflictos bélicos de las últimas décadas, incluido el que enfrentó hace ahora un año a Rusia y Georgia, pese a que ambas partes trataron de negarlo.
Por citar algunos casos recientes, las bombas de racimo o Cluster se usaron en Kosovo en 1999, en Afganistán desde 2001, en Irak desde 2003 y en la invasión israelí del Libano en 2006, así como en las guerras desarrolladas en países africanos como Sudán y Sierra Leona.
Israel es uno de los países que más bombas de racimo almacena, aunque se desconoce la cantidad, mientras que Gran Bretaña y Alemania cuentan con 50 millones de explosivos de racimo cada una, pero han ratificado el tratado y se han comprometido a destruirlos.
A falta de datos sobre la producción en Rusia y China, el principal productor y exportador mundial de bombas de racimo es Estados Unidos, con una cantidad demostrada de 800 millones.
«En la última guerra en el Líbano se usaron seis tipos distintos de bombas de racimo, y cuatro de ellos fueron comprados por Israel a Estados Unidos», apuntó Nash.
Ban Ki-Moon y el Papa
Pese a tan limitados efectos, la entrada en vigor del tratado fue saludada efusivamente ayer tanto por el Papa como por el secretario general de la ONU. En un mensaje emitido desde su residencia veraniega de Castel Galdonfo, Benedicto XVI dijo que «con la entrada en vigor de la nueva Convención, a cuya adhesión exhorto a todos los estados, la comunidad internacional ha demostrado sabiduría, amplitud de miras y capacidad de perseguir un resultado significativo en el terreno del desarme y del derecho humanitario internacional. Mi deseo y ánimo -agregó- es para que se prosiga, siempre con mayor fuerza, por este camino».
Para Ban Ki-Moon, máximo representante de la ONU, «este nuevo instrumento representa un gran avance para las agendas humanitarias y de desarme, y ayudará a contrarrestar la inseguridad generalizada y el sufrimiento causado por estas terribles armas, especialmente entre civiles y niños».
La prohibición se venía pidiendo desde algunos países desde 1976. El Parlamento Europeo asumió después su peligrosidad. Y el Parlamento del Estado belga fue el primero en prohibir su fabricación y tenencia, en el año 2006.
Peter Herby, jefe de la Unidad de Armas del Comité Internacional de la Cruz Roja, considera que estas bombas son también una «reliquia» desde el punto de vista militar. «Ya no son útiles, valían sólo para impedir invasiones terrestres».
La aplicación de la Convención requiere también la puesta en marcha de recursos para limpiar las zonas contaminadas, destruir las reservas y prestar asistencia a quienes sufren los efectos adversos de las municiones en racimo.
Las municiones de racimo son armas que constan de un contenedor que se abre en el aire y dispersa submuniciones explosivas o «bombetas» sobre una amplia superficie. Dependiendo del modelo, el número de submuniciones puede variar entre unas pocas y varios centenares. Las bombas de racimo pueden ser lanzadas desde un avión, con artillería o con misiles.
La mayor parte de estas armas son de caída libre -no están dirigidas hacia un objetivo concreto- y están diseñadas -al menos en teoría- para estallar al impactar contra el suelo.
Según fuentes fidedignas recogidas por el Comité Internacional de la Cruz Roja en su página web, el índice de error de estas armas varía entre el 10% y el 40%, por lo que al menos una tercera parte de los explosivos no llega a detonar. De acuerdo a informaciones del CICR, muchas de las municiones de racimo de las existencias actuales son modelos con al menos 20 años de antigüedad, lo que les resta aún más fiabilidad.
Las citadas submuniciones que quedan en el suelo suelen explotar cuando se manipulan o se mueven, por lo que su efecto letal se prolonga en el tiempo, incluso después de que el conflicto haya llegado a su fin. Esas municiones sin explotar, dispersas en grandes territorios, funcionan como minas antipersona.
Algunos modelos modernos disponen de mecanismos de autodestrucción para que las submuniciones se destruyan solas si no llegan a estallar según lo previsto.
La Cruz Roja denuncia que, lejos de los resultados de los ensayos controlados, el índice de error en el campo de batalla sigue siendo alto y que, además, no se solucionan los problemas humanitarios que plantea este tipo de armas. GARA
100.000
personas han muerto aproximadamente por la explosión, muchas veces retardada, de los proyectiles desgajados de las bombas de racimo, según un cálculo que se empezó a hacer en 1965.
1/3
de los fallecidos son niños, según las estimaciones de los organismos que trabajan en esta materia.
98%
de los muertos han sido civiles, lo que evidencia los efectos totalmente indiscriminados de este tipo de armamento.
40
años es el periodo aproximado en que las bombas desprendidas puedan resultar todavía letales.
30%
de los explosivos no llegan a estallar en la caída, por lo que su riesgo se mantiene durante ese periodo.
800
millones de bombas de racimo es el arsenal de que dispone Estados Unidos, el mayor productor mundial con gran diferencia.
6.000
bombas de racimo dice haber destruido ya el Ministerio de Defensa español, que se jacta de haber sido el primero en materializar los compromisos de Oslo.
Los estados firmantes se reunirán del 8 al 12 de noviembre de 2010, en Vientiane (Laos), para trazar un plan de acción para la aplicación de la Convención y decidir cuáles han de ser los procedimientos de supervisión futura.