Un racimo de estados e instituciones hipócritas
Ayer, 1 de agosto, fue calificado por algunas ONG que trabajan en el ámbito del desarme internacional como histórico por la entrada en vigor del compromiso de Oslo para eliminar las bombas de racismo. Algunos repararon en otra efeméride paralela: hoy se cumplen 20 años de la entrada de las tropas iraquíes en Kuwait, que fue utilizada para emprender la llamada Guerra del Golfo. Aquel conflicto promovido por George Bush padre intentó ser presentado como la primera guerra monitorizada por las cámaras de televisión, pero no tardó en descubrirse que lo que allí ocurría no era más que una matanza indiscriminada con intereses económicos muy concretos. Veinte años después, la historia ofrece la perspectiva suficiente para saber que aquellos polvos trajeron estos lodos, y que la zona ha sido convertida en un polvorín permanente. Y veinte años después, Irak es una de las zonas del mundo que se encuentra sembrada por aquellas bombas de racimo que todavía podrán estallar en cualquier momento durante veinte años más.
La cuestión del desarme internacional ha sido utilizada desde entonces como un arma arrojadiza. La invasión de Irak ordenada por Bush hijo se justificó con la falacia de que Saddam Husein poseía armas de destrucción masiva. Ahora es Irán quien está en la diana de las condenas, sanciones y amenazas. Mientras tanto, sin embargo, las mayores potencias militares se resisten a firmar uno de los escasos avances producidos en esta materia: el acuerdo de Oslo vigente desde ayer.
La hipocresía está liderada por Estados Unidos, como mayor productor de estos artefactos que afectan casi siempre a civiles, y en un tercio de los casos a niños. Washington es el primer eslabón de un racimo sangriento del que se cuelgan también otras potencias militares como Israel, Rusia o China. Y que le estalla en las manos a organismos como la ONU, que exalta la importancia de este acuerdo mientras obvia que esos estados son precisamente los miembros permanente del Consejo de Seguridad que imponen su derecho a veto sobre la geopolítica y sobre las vidas humanas.