Hoy, como un estertor de las fiestas que acabaron hace una semana, habrá de nuevo corrida en Baiona. Algo más de siglo y medio ha transcurrido desde que un torero irrumpiera por vez primera en la capital labortana, hiriendo de muerte a un animal pero fecundando al mismo tiempo una afición que ha adoptado la tauromaquia como un elemento de identidad propio. Y no sólo aquí, también en otras capitales de provincia del llamado Mediodía francés, donde también defienden a muleta y estoque el derecho a vivir esta identidad.

Es curioso que un Estado como el francés, tan celoso de su identidad nacional, acepte la tauromaquia como fenómeno identitario a proteger. Máxime cuando esa personalidad cultural es el resultado de la importación de un hecho identitario foráneo, la llamada fiesta nacional española. Pero así es la política. Y quien piense que tras la defensa de la tauromaquia sólo se encuentra un grupo de alcaldes de derechas, que revise las hemerotecas donde encontrará declaraciones fabulosas como la de la ex candidata presidencial socialista Ségolène Royal, para quien «una corrida es un espectáculo magnífico».

Desde luego, de orgasmo no será el espectáculo que la Royal y el resto de diputados van a dar ahora que se presenta una nueva proposición para que el ruedo parlamentario prohíba, como en Catalunya, la práctica taurina. Como en debates precedentes, torearán la cuestión para que todo quede como está. Son expertos en ese tipo de lidia política, ése que permite que identidades como la vasca se desangren en la arena del hexágono bajo el pretexto de salvaguardar una sola identidad nacional, aunque tenga cuernos y rabo.