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José Maria Pérez Bustero Escritor

Quitan las siglas, siguen las convicciones

 

A un montañero pueden borrarle la senda que le llevaba al monte, pero le  quedará la querencia de subirlo. Pueden romper el molde para hacer el pan, pero subsistirá la harina. Pueden coserte la boca, pero seguirás sintiendo la necesidad de hablar. Así sucede en política. Queman las siglas que servían de referencia, cierran locales y taponan instituciones. ¿Habrán puesto con ello el punto final que buscaban? En modo alguno. Aunque carezcan de estructura, casa o molde, hombres y mujeres, ciudadanas o vecinos seguirán con el instinto de pensar, les sacudirán dentro parecidas aspiraciones y tendrán la misma sensibilidad ante sus derechos.

Al no poder expresarse en foros institucionales, coincidirán en el portal, en el bar o en la acera, y cotejarán conceptos, convicciones y deseos. Pronto les sobrevendrá la idea de salir a la calle a exponer al aire libre sus derechos. No para requerir meras siglas, apertura de locales y tales o cuáles objetivos. Más a fondo. Para exigir sus derechos básicos. De reunión, de expresión, de asociación, de voto.

El requerimiento de tales derechos es lo que pretende la llamada a salir a la calle el día 14 de agosto en Donostia. Y cabría preguntarse si vale la pena demandar algo que ya está formulado en la misma legislación internacional. Ahí esta el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, en vigor desde 1976, en sus artículos 1 a 5 y 28 a 47, donde se estable el derecho a la libre expresión, asociación, libertad de prensa, organización política y voto. ¿Vale la pena exigirlos si ya están firmados? ¡Desde luego! Hasta es imprescindible. En la actual situación política los contenidos de esos documentos solamente reviven cuando los individuos los reivindican.

Y como estamos hablando de Donostia, resulta significativo repasar esa situación en hechos fuertemente significativos de esta ciudad. Desde 1936 hubo proyectos de demoler las casas en la zona de San Blas y Sagües «porque eran motivo de sonrojo», porque sólo habían quedado en ellas «los peores vecinos en el barrio», «elementos indeseables por su falta de moralidad y por sus ideas políticas y sociales», porque podrían realojarse en otras viviendas y serían «los primeros beneficiados» o para «extirpar las madrigueras y que no pudieran regresar a ellas las alimañas». Se prohibió asimismo -y fue muy efectivo en Donostia- expresarse en euskera para así anular la idea de pertenecer a otra cultura o que los vecinos se reconocieran entre sí. También se reestructuró la ciudad para beneficio y estímulo de los veraneantes, y de esa forma lograr que los naturales adoptaran su modelo de vida y pensamiento.

Pero, a pesar de tales leyes y argumentos, la gentes siguieron siendo «elementos indeseables» o «alimañas», es decir, mantuvieron sus ideas políticas y sociales. Se repoblaron y embellecieron como nunca las casas de San Blas y Sagües, surgieron las ikastolas, de manera que los nietos aprendieron la lengua de los aitonas y amonas, y los nuevos venidos de fuera, esta vez trabajadores, se hicieron profundamente donostiarras.

Así hemos llegado a esta fase en que han borrado moldes, sendas y siglas, pero los donostiarras, aunque no saben ya cómo denominarse, son más abertzales que nunca, y tienden a agruparse con más madurez que en décadas anteriores. Eso va a quedar claro el próximo día 14, si los jueces y autoridades democráticas caen por fin en la cuenta de que cerrar la puerta no apaga la querencia y necesidad de libertad y de expresión. En Donostia, como en el resto de Euskal Herria, las calles se vuelven muchas veces cauce y foro, altavoz y desahogo. Y es que para muchos vecinos una de las satisfacciones más profundas de la vida es ponerse de pie ante quienes los desean ver agonizando.

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