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CRÍTICA clásica

Lo bueno y lo malo de la genialidad de Gérgiev

Mikel CHAMIZO

Lo normal es que un director de orquesta guste o no guste. Un aficionado a la música puede ser afín a la forma de dirigir de Abbado, de Muti o de Boulez, y seguramente le gustará la manera en que ese director aborda la mayoría del repertorio y en cómo le aporta su toque personal e inconfundible. Valery Gérgiev, sin embargo, es un director de los que gusta y no gusta al mismo tiempo. Tiene una personalidad tan marcada y definida, y ésta afecta en tal grado a las obras que dirige, que a menudo consigue resultados irrepetibles y fascinantes, pero en ocasiones es tan excesivo aplicando su punto de vista que llega a pisotear la propia música. Es lo que ocurrió el domingo con el «Concierto para violín» de Sibelius, con Sergei Katchatrian como solista. Supongo que Gérgiev quiso exprimir al máximo el contraste entre los momentos extremadamente delicados e intimistas y las danzas agresivamente rítmicas que se producen en este concierto, pero para ello retorció tanto los tempi, exageró tan excesivamente los rubatos y trastocó tanto la rítmica original del concierto, que las estructuras de los dos primeros movimientos sencillamente no pudieron soportarlo y su evolución perdió coherencia y fuerza. Katchatrian también se sumó a la visión de Gérgiev, tocando las numerosas cadencias del concierto con tanta flexibilidad y subjetividad que eso a veces parecía más una «Sonata del Rosario» barroca que Sibelius. Es un solista de unas cualidades técnicas excepcionales, pero cayó en la trampa, al igual que Gérgiev, de poner al compositor a su servicio cuando debería ser justo al contrario. Algo parecido sucedió con el «Preludio de Parsifal» y «Los encantos de Viernes Santo» de Wagner, que precedieron al Sibelius. La música de Wagner tiene una tradición interpretativa tan sólida y sacralizada que siempre es difícil innovar con ella. Gérgiev hizo una versión delicadísima y espiritual, adecuado tratándose de «Parsifal», pero se echó en falta esa redondez en el sonido orquestal y algo del carácter afirmativo y heroico tan característico de Wagner. Curiosamente parece algo intrínseco también a la naturaleza de Gérgiev, pero por alguna razón quiso reprimirlo.

En contraste con todo lo dicho, el primero de los conciertos que dirigió Gérgiev, el sábado, dedicado a los tres ballets más conocidos de Stravinsky, fue algo absolutamente extraordinario. He escuchado en innumerables ocasiones la «Consagración de la Primavera», conozco la partitura de memoria, en el Conservatorio me enseñaron a admirarla y venerarla, al igual que a varias generaciones de músicos. Pero no fue hasta el pasado sábado, con la versión de Gérgiev, que dejé de fijarme en su prodigiosa orquestación, en sus atrevidas innovaciones lingüísticas y en la extraordinaria inteligencia compositiva de Stravinsky para dejarme arrastrar, simple y llanamente, por la historia que en ella cuenta el ruso, esa terrible, apocalíptica e insoportablemente intensa sucesión de rituales prehistóricos preparatorios del sacrificio de una virgen. Y, por primera vez, se me pusieron los vellos de punta con «La Consagración». Se nota la extensa experiencia de foso de Gérgiev y la Orquesta del Mariinsky, pues supieron expresar la evolución dramática de la historia de una manera tan prodigiosa que casi se podía visualizar a los bailarines dibujando todo tipo de figuras arcanas. En «Petrouchka» Gérgiev consiguió evocar con magisterio la sensación de gentío del carnaval, acentuando la ruidosa partitura de Stravinsky, y en «El pájaro de fuego» transportó a todo el Kursaal al fantástico país oriental de la historia. El rendimiento de la Orquesta del Mariinsky fue técnicamente extraordinaria, y la capacidad de Gérgiev para evocar la magia de estas músicas fue digna de un grandísimo maestro de la dirección.

Ficha

Intérpretes: Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky. Sergei Katchatrian (violín), Denis Matsuev (piano).

Director musical:

Valery Gérgiev.

Programa: Obras de Stravinsky, Wagner, Sibelius y Shchedrin.

Lugar y fecha: Auditorio Kursaal (Donostia).

7 y 8 de agosto de 2010.

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