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Fede de los Ríos

Diamantes de sangre

Si lo que da valor a una mercancía es la cantidad de trabajo acumulado que encierra, lo que la abarata a nuestro bolsillo es la cantidad de sangre, sudor y lágrimas de otras gentes que, asimismo, encierra

Estos días juzgan a Charles McArthur Ghankay Taylor, el que fuera presidente de Liberia, acusado de crímenes de guerra y contra la humanidad, por su apoyo al Frente Revolucionario Unido en la Guerra de Sierra Leona. Financiaba las armas mediante el comercio de diamantes. Por ello denominan diamantes de sangre a los que o bien son extraídos en régimen de esclavitud o bien sirven para la financiación de la guerra. Siempre, claro está, que esto ocurra en el llamado Tercer Mundo. Por cierto, ¿quién era el cliente-joyero final?

El juicio ha cobrado popularidad por la intervención como testigo de la modelo Naomi Campbell, aquella que salía en pelota picada diciendo «antes desnuda que llevar pieles», en una de las campañas del PETA, ese grupo de exhibicionistas zoófilos que tienen por costumbre enseñarnos sus partes pudendas en defensa de la fauna y de los derechos que dicen que los animales tienen por el hecho de ser animales. Ya sea el toro de lidia, la rana bermeja o la ladilla, pthirus pubis en su acepción científica.

Pues bien, parece que la tal Naomi fue obsequiada por Taylor con varios diamantes «de sangre» sin tallar, y resulta que eso es tan feo como lo de las pieles.

Uno no acaba de entender dónde reside la diferencia entre esos diamantes y los que lucen en las coronaciones los reyes, las reinas, los príncipes, las infantas, el Papa, los cardenales, los obispos, la aristocracia y, por lo general, las mujeres que acompañan a políticos y empresarios. Acaso éstos no rezumen sangre. Entonces, ¿cómo los obtuvieron? Las joyas de cualesquiera de las coronas europeas ¿fueron el fruto de la laboriosidad de los monarcas? ¿De veras que no intervino la explotación y la rapiña, cuando no el asesinato de millones de seres humanos, habitantes de las diferentes colonias que los imperios conquistaron por la fuerza de las armas?

¿Por qué la adjetivación «de sangre» tan sólo aplicable a los diamantes? Y el coltan, ese mineral tan valorado para los condensadores de móviles y ordenadores, ¿no está financiando una guerra civil en el Congo? Y los que extraen coltan ¿no lo hacen en régimen de semiesclavitud? Al igual que los trabajadores, muchos de ellos niños, que fabrican esas zapatillas de deporte que tanto gustan a nuestros hijos.

Si sabemos escuchar, nos abstraemos del constante ruido televisivo y prestamos atención, esa atención que procura la razón, si abrimos las orejas al entendimiento, de manera nítida apreciaremos el chapoteo que produce su sangre al caminar. Porque si lo que da valor a una mercancía es la cantidad de trabajo acumulado que encierra, lo que la abarata a nuestro bolsillo es la cantidad de sangre, sudor y lágrimas de otras gentes que, asimismo, encierra. Gentes que están lejos de nuestra conciencia.

La próxima vez que llenéis el depósito del coche, contemplad durante un breve momento el carburante; si pensáis un poco, podréis aún distinguir entre los vahos restos de sangre iraquí que la memoria todavía no ha volatilizado.

Recordad, queridos, que todo diamante, al igual que todo banco, es de sangre. Y no azul, precisamente.

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