Cada perro se lame sus partes, lo que dicho más finamente viene a ser que el campo de visión apenas alcanza más lejos del ombligo de cada cual. Porque el pastor quiere dar matarile a todos los lobos que se crucen con su rebaño, pero los urbanitas -que sólo vemos ovejas por la tele cuando se celebra el concurso de perros de Oñati- decimos que no, que el cánido de los colmillos afilados nos enamoró en los tiempos de Félix Rodríguez de la Fuente y que tiene derecho a papear lo que pille, por aquello de la biodiversidad y tal.

Quizás sea porque en «El Hombre y la Tierra» nadie dijo nada sobre las carabelas portuguesas, esas medusas de tono violáceo que se están sacando del mar a paletadas en nuestras costas. El caso es que los bichejos de marras tienen una picadura bastante molesta, cuentan, así que ni biodiversidad ni gaitas: salabardo, al saco y a la hoguera. Aquí paz y después gloria, que nadie dice nada de los derechos de los animales celentéreos. Supongo que quien no va nunca a la playa podría hacer un bonito discurso en pro de la preservación medusil, clavadito a los que hacen sobre el lobo o el oso quienes no tienen ovejas a su cargo.

Valga la parábola precedente para decir que sí, que nos apuntamos si nos pilla lejos. Que unos defienden lo nuclear pero no junto a su casa, y otros apuestan por lo eólico pero sin molinos en sus montes. Que mola tener el último cacharrito electrónico que salga al mercado, pero que no nos cuenten dónde se tiran los componentes tóxicos del viejo teléfono móvil, que África pilla lejos. Que conserven los leones y que al mismo tiempo hagan de vertedero, porque en mi pueblo no hay sitio ni para lo uno ni para lo otro.

El egoísmo va de serie en el género humano, más entre quienes más tienen. ¿Soluciones? Bastante tiene un servidor con sus propias contradicciones, que cada uno lidie con las suyas como buenamente pueda. Además, si tuviera la fórmula mágica la vendería al mejor postor y a vivir, que son dos días, para qué les voy a mentir.